viernes, 28 de octubre de 2011

Epitafio de una noche


Ojos bien cerrados, bien apretados, poniendo una frágil y efímera puerta a la realidad. Parpados manchados y oscurecidos por las sombras del ayer, una gran lágrima cristalina recorre un surco profundo, va cayendo mientras tiene la esperanza de vivir su sueño esa noche.

Corre el agua tibia sobre aquel cuerpo maltratado, gotas que se acoplan a sus pectorales, se deslizan por su abdomen e irremediablemente se pierden. Mira cada recorrido, cada caricia tiene la esperanza de quedar ahí y no escurrirse para siempre.

Cubre su piel de un profundo azul oscuro confundiéndose con la oscuridad de la noche, anhelando ser descubierto, sentir un toque, un temor suave...

Busca en el espejo alguna sonrisa, sabe que le quedan todavía, aquella dulzura de cuando era solo un niño y la precocidad marcada en sus ojos esmeralda perdidos de tanto ayer. Trata de hablar con su mirada y ve que nada es suficiente para volver, su impaciencia le arranca la mascara de lobo nocturno, aun allí aquel pianista enamorado de la luna mira en el espejo aquellas noches de tanta pasión, cada fotografía tomada a su amada, cada parte de su piel incrustándose en el fuego eterno de la desesperanza. Recuerda aquella infancia tan llena de magia y amor, recuerda su prófuga pubertad llena de placer en la soledad, recuerda aquella adolescencia llena de úteros vacíos y luego rellenados. Veía tanta nostalgia en aquel espejo que le dolía mirar atrás. En ese espejo no hay nada que le satisfaga.

Está listo, mira el reloj de pulsera y suspira, su mente se centra en una hora aún distante. En la calle las luces navideñas, el ruido de toda la gente agitada, los villancicos criollos, todo el intenso movimiento aumentan sus dudas y temores. A través de una vitrina ve su entorno y su presencia insignificante.

Estallan las campanas de la plaza Murillo, su hora ha llegado, y no esta en el lugar adecuado, le invade la desesperación, el ruido que hace el tiempo lo persigue, a punto esta de alcanzarlo para robarle sus sueños. Escapa, corre entre la noche y en su intento tropieza con borrachos, prostitutas y maleantes, sin frenar su carrera llega al lugar indicado.

Una triste luz que emana de un pequeño farol, se recarga sobre el huesudo poste, decide descansar y a lo que vino, esperar.

Llego a tiempo, solo queda esperar, lleva un cigarrillo a la boca, su mirada se pierde con el humo y luego el frío lo obliga a encender otro.

Ha visto pasar el tiempo, pero su decisión es esperar. A cierta distancia el frenético movimiento de la ciudad contrasta con su templada paciencia.

El tiempo no se detiene, mientras espera la duda lo envuelve de ideas: ¿llegué demasiado temprano o demasiado tarde?, ¿Este es el lugar correcto?, ¿Seguro ya no viene?, ¿Espero sin motivo?..., ¿la seguiré esperando?....

Hace mucho que el tiempo se fue, su impaciencia se hace visible; un paseo corto de ida y vuelta, un vistazo a lo lejos, otro cigarrillo que se convierte en humo, sus constantes miradas a la hora y un suspiro que no acaba.

Ha escuchado estallar el tiempo en el suelo y convertirse en una inútil espera, sabe que es tarde. Una lagrima, un sueño que se escurre por su mejilla va trazando un surco asesino, matando la maldita esperanza, cae lentamente por su hombro, luego avanza y se desliza por el poste muy aprisa, y en la fría vereda se estrella y no queda sola por que hay otra con ella, y una tercera y muchas otras, hasta que una desconsoladora tormenta estalla.

La luz del farol ya se fue, ya no deseaba ver, pero todavía no ha terminado de llover. Las doce campanadas de media noche suenan en la calzada desnuda resonando en un silencio calante. Suenan los villancicos de la iglesia mientras el Redentor nace un año más, un árbol de Navidad es visible a lo lejos, "Papa Noel agoniza" piensa él. Una hora más dos y el silencio se ha apoderado de toda la ciudad, toda la gente se ha ido, la soledad es lo único que le ha quedado como regalo de Navidad, allí en un rincón apenas visto, nadie leer pudiera si la luz de la luna se fuera, un corto epitafio que acariciado por las lágrimas de aquel pianista, resalta en bajo relieve "estar muerta no significa que me dejes plantado..."

G. Lycanon

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