Ya más de una vez señalé que la
literatura boliviana que tiene como hilo conductor, en su forma de narrar, paradigmas
costumbristas, realmente me causa bastante antipatía. Sin embargo, no existen
absolutos en el universo de las formas creadas. Del mismo modo en que la
materia se puede convertir en energía según su aceleración, mi óptica del
costumbrismo boliviano también puede cambiar según se construya el tempo/ritmo
del relato. Y es ahí donde, justamente, aparece la obra de David Vildoso
Lemoine; su último título: “Entre el amor y la locura”.
Si lo tuviera que describir con
un ángulo imbuido en un buqué audiovisual, podría decir que en esta ocasión
David trae a la palestra una novela muy Kuroshauniana, osease, un texto cuyo montaje
parece sacado de la construcción dramática de 8/8 de Akira Kuroshawa (cineasta
japonés). No se trata tanto de buscar un protagonista o un antagonista; no es
una obra montada en una estructura 3/3 (principio, nudo, desenlace), típica
aristoteliana, sino un trabajo con los eventos expuestos en un orden más
complejo. La estructura narrativa de “Entre el amor y la locura” presenta una
introducción, una exposición, un estímulo, una progresión, un clímax, un decrescendo,
un desenlace y una conclusión. La progresión dramática no es abrupta, pero
tiene unidad de acción, tiempo y lugar suficientes. Con disciplina hegeliana,
Vildoso emplea el conflicto como piedra angular del drama sin recurrir a
villanos. En todo caso, el romance en sus dimensiones idílicas es el conditio sine qua nom de este trabajo.
Pero basta de tanta verborrea técnica.
Las escenas paisajistas, de tinte
impresionista, que se plasman en “Entre el amor y la locura” obedecen a una
mimesis espontánea, del arte imitando a la vida. Sapuchuy, pueblo donde se
desarrollan la mayoría de las acciones de la novela, Sucre e incluso La Paz son
descritas con oficio. En los últimos años, Vildoso ha ido puliendo su forma de
decir las cosas hasta un punto en que su prosa presenta matices múltiples de
exacerbación y sublimación. Su trabajo exhibe fino detalle de los escenarios y
las emociones, de modo tal que es fácil evocar recuerdos propios durante la
lectura. Cuando me tocó, al fin, leer “Entre el amor y la locura”, varias de
las situaciones planteadas por David me llevaron a recordar escenas que viví en
carne propia. Incluso tuve resquemores sobre mis propias relaciones afectivas
de pareja. Y cualquier texto que pueda hacerme sentir aludido hacia mis
emocionalidades es un texto que funciona para mí.
Una vez más, la forma narrativa
de Vildoso, tal y como lo hizo con “El árbol que llora sangre”, me hizo mucho
recuerdo a Benjo Chávez y su obra “Marienela”; solo que hay un aire mucho más
maduro en “Entre el amor y la locura”, algo más cercano a Isabel Allende (no
por lo comunista sino por lo utopista). Quizás la ausencia de malicia en esta última
novela de David sea lo que le desposee cualquier atisbo de apología a la
ironía, o a la comedia clásica llena de ires y venires. Es una novela juvenil,
hasta cierto punto cándida, con profundos tintes criollos pero orientada al
romance que bien puede ser trágico o utópico.
Si alguien me preguntase por qué
vale la pena leer “Entre el amor y la locura”, yo solo respondería que es una
lectura apelativa para quienes están aprendiendo a sentir emociones. O para
quienes sintieron, dejaron de sentir y ahora, como un minusválido que tiene que
aprender a caminar de nuevo, están intentando sentir nuevamente.
Gaburah L. Michel