jueves, 13 de octubre de 2016

Entre el amor y la locura (por Gaburah L. Michel)

Ya más de una vez señalé que la literatura boliviana que tiene como hilo conductor, en su forma de narrar, paradigmas costumbristas, realmente me causa bastante antipatía. Sin embargo, no existen absolutos en el universo de las formas creadas. Del mismo modo en que la materia se puede convertir en energía según su aceleración, mi óptica del costumbrismo boliviano también puede cambiar según se construya el tempo/ritmo del relato. Y es ahí donde, justamente, aparece la obra de David Vildoso Lemoine; su último título: “Entre el amor y la locura”.

Si lo tuviera que describir con un ángulo imbuido en un buqué audiovisual, podría decir que en esta ocasión David trae a la palestra una novela muy Kuroshauniana, osease, un texto cuyo montaje parece sacado de la construcción dramática de 8/8 de Akira Kuroshawa (cineasta japonés). No se trata tanto de buscar un protagonista o un antagonista; no es una obra montada en una estructura 3/3 (principio, nudo, desenlace), típica aristoteliana, sino un trabajo con los eventos expuestos en un orden más complejo. La estructura narrativa de “Entre el amor y la locura” presenta una introducción, una exposición, un estímulo, una progresión, un clímax, un decrescendo, un desenlace y una conclusión. La progresión dramática no es abrupta, pero tiene unidad de acción, tiempo y lugar suficientes. Con disciplina hegeliana, Vildoso emplea el conflicto como piedra angular del drama sin recurrir a villanos. En todo caso, el romance en sus dimensiones idílicas es el conditio sine qua nom de este trabajo. Pero basta de tanta verborrea técnica.

Las escenas paisajistas, de tinte impresionista, que se plasman en “Entre el amor y la locura” obedecen a una mimesis espontánea, del arte imitando a la vida. Sapuchuy, pueblo donde se desarrollan la mayoría de las acciones de la novela, Sucre e incluso La Paz son descritas con oficio. En los últimos años, Vildoso ha ido puliendo su forma de decir las cosas hasta un punto en que su prosa presenta matices múltiples de exacerbación y sublimación. Su trabajo exhibe fino detalle de los escenarios y las emociones, de modo tal que es fácil evocar recuerdos propios durante la lectura. Cuando me tocó, al fin, leer “Entre el amor y la locura”, varias de las situaciones planteadas por David me llevaron a recordar escenas que viví en carne propia. Incluso tuve resquemores sobre mis propias relaciones afectivas de pareja. Y cualquier texto que pueda hacerme sentir aludido hacia mis emocionalidades es un texto que funciona para mí.

Una vez más, la forma narrativa de Vildoso, tal y como lo hizo con “El árbol que llora sangre”, me hizo mucho recuerdo a Benjo Chávez y su obra “Marienela”; solo que hay un aire mucho más maduro en “Entre el amor y la locura”, algo más cercano a Isabel Allende (no por lo comunista sino por lo utopista). Quizás la ausencia de malicia en esta última novela de David sea lo que le desposee cualquier atisbo de apología a la ironía, o a la comedia clásica llena de ires y venires. Es una novela juvenil, hasta cierto punto cándida, con profundos tintes criollos pero orientada al romance que bien puede ser trágico o utópico.

Si alguien me preguntase por qué vale la pena leer “Entre el amor y la locura”, yo solo respondería que es una lectura apelativa para quienes están aprendiendo a sentir emociones. O para quienes sintieron, dejaron de sentir y ahora, como un minusválido que tiene que aprender a caminar de nuevo, están intentando sentir nuevamente.

Gaburah L. Michel



viernes, 7 de octubre de 2016

Una mirada hiperbórea a "The Wall"

Pocas bandas han marcado época como lo ha hecho Pink Floyd. La banda británica es hoy considerada como uno de los referentes culturales del siglo XX. Se inició en las tendencias psicodélicas de la música de los 70 y mutó hacia el rock progresivo hasta llegar al New Opera gracias a sus experimentos acústicos y el ensayo sónico. Es una banda conocida por sus canciones con alto contenido filosófico. Y de todas sus obras, quizás una de las más grandiosas y emblemáticas sea la legendaria Opera Rock titulada: «The Wall».

Obra dedicada a la decadencia de la vida, «The Wall» vio la luz en 1979 y fue compuesta casi en su totalidad por Roger Waters, extrayendo también otros éxitos como «Comfortably Numb» o «Run Like Hell», compuestos por Gilmour.

Más allá de las implícitas connotaciones de la obra, cuya finalidad es denunciar los males de una sociedad decadente basada en la más lúdica cultura de apología al sexo y las drogas, el oscuro trasfondo de la obra subyace más allá del impresionismo crítico y se traslada a un plano metafísico aún más sutil. Los martillos, los paramilitares uniformados, el orden castrense, todos aquellos elementos que durante la película parecen criticar las políticas fascistas de los años 40 y 50, son más bien todo lo contrario; no una crítica en sí, sino un recordatorio no con la intención de denunciar, sino de denotar.

Roger Waters se hizo una figura aún más polémica desde el 2013 al empezar a denunciar al sionismo como catalizador de los males mundiales. En ese respecto habló de «The Wall» como una catarsis a los resultados de la Gran Guerra, implicando en entrevistas alguna clase de afinidad con el Nacional Socialismo Alemán de finales de los años 30 e inicios de los 40. Lo que puede dar interpretaciones inusitadas a la película «The Wall».

El simbolismo de la obra no solo hace mención a una cultura fascista, sino que reprocha el desatinado actuar de las células neonazis de su tiempo y las contrasta con el original Nacionalismo europeo. La propia figura de Pinky —personaje principal de la película—, se ve convertida, en sus laberintos mentales internos, en una representación vívida de Adolf Hitler. La dicotomía abandona los facilismos culturales del prejuicio y se adentra al origen arquetípico de los ismos.

Martillos cruzados, pero de carpintero, haciendo una sátira del comunismo soviético. El pueblo con máscaras saludando al líder, haciendo alusión al nazismo. El “dictador” tácito convertido en drogadicto y estrella de rock frustrado por sus traumas de infancia, caricaturizando al típico hombre de clase media y producido por el paradigma liberal-capitalista; mayor logro de los aliados demócratas de la II Guerra Mundial. «The Wall» resume a los Soviéticos, Nazis y Aliados en una magnífica estratagema musical que, hacia el final del filme, nos dice: “combatimos al enemigo equivocado”.

Las escenas psicodélicas de la obra, haciendo apoplejía del sexo en toda su coital dimensión. La esposa infiel. La madre posesiva. El maestro infame. La soledad y el abandono. El bullying infantil. El pánico. La esquizofrenia. La total destrucción de la cordura. «The Wall» no solo nos habla de los resultados del pasado, sino de las posibilidades de futuro y las premisas del presente. Es un déjà vu agónico que no muere de facto, sino lentamente; con un largo y estruendoso alarido. Es una advertencia para el que vive sin vivir, el que hace sin hacer, el que habla sin saber. Por eso y mucho, mucho más, «The Wall» es una soberbia obra maestra. Musicalmente perfecta, líricamente controvertida e icónicamente metafísica; en pocas palabras, una legítima obra hiperbórea.