De Bosnia-Herzegovina a Japón, de Ruanda a
Estados Unidos, de Bolivia hasta el mismísimo infierno; me fui dando cuenta,
mientras leía “La Puerta” de Daniel Averanga, que la multitudinaria fauna de
pesadillas que habita el planeta Tierra no se limita únicamente a la
imaginación del ser humano, sino que esa espesura de maldad, dolor y martirio
es tan palpable como nuestros propios cuerpos. Asumí entonces, por signos
inefables, que Daniel decidió empezar su novela con ese toque turístico en cuyo
paquete queda incluida la visita al museo de los fetiches más retorcidos de
maníacos y psicópatas, para capturar a los incautos que hacemos turismo en el
inframundo. Es de esa manera que empezó la novela, fue así como me capturó;
viajando por las pesadillas de cada continente.
Lo que vino después tenía sabor a localía, a
esa incidente paranoia hacia lo arcano, lo megalítico y ancestral. ¿Qué podría
esperar uno al abrir una puerta? Existen miles de posibilidades, pero jamás
alguien podría esperar que la muerte coexista dentro de la misma puerta, abyecta
en su ser como un parásito purulento, totalmente ajena a los umbrales que la
rodean. Y claro está, nada mejor que rememorar la niñez para recordar el porqué
de todos los miedos. Entonces ahí estaban, un grupo de niños en un aula de una
maldita escuela de Ciudad Satélite, rodeados de una maldad y corrupción como
solo a Cthulhu podría ocurrírsele. Un asesino de apellido con dejo italiano,
totalmente servil a la causa de la nigromancia. Adolescentes e infantes
masacrados bruñendo las garras del demonio. Y un misterio, un gran misterio.
Cuando recuerdo los días de tétrica compañía
que viví junto a “La Puerta”, no puedo evitar rememorar “El Descenso” de Jeff
Long, o “La casa en el confín de la tierra” de Hope Hodson; lo digo porque cada
una de estas obras es poseedora de una médula linfática en común: lo
sobrenatural. Médula por que el hilo conductor siempre estriba en el enigma de
lo atávico, y linfático por la inminente presencia del cuestionamiento a lo
existente desde el ángulo de la muerte, eso en desmedro de la sangre dadora de
vida. Es linfa, pura linfa; “La Puerta” es ese escalofrío atestado de
macrófagos que terminarán, tarde o temprano, por coagularte el alma durante
unos segundos. Entonces el misterio empieza a respirarte, a usarte como
hematíes para alimentar su propia postura de sentido. Frente a ti está aquello
que niegas ver de frente, estás ante la maldad, y entonces existe esa puerta
endemoniada cuyo aspecto descuidado no inspira sospecha desde el inicio. Es así
como la lectura sigue su curso y entonces, cuando menos lo esperas, resulta
realmente complicado dejar de leer. No, no logras detenerte. No porque Daniel
haya seguido meticulosamente una disciplina narrativa que siempre funciona. No
es por el hecho de llegar al trasfondo de las muertes, las torturas y las
masacres. No es por tratar de vislumbrar un desenlace que acabe con la
pesadilla. Se trata de algo mucho más inmerso en lo paranormal.
Quizás “La Puerta” de Daniel Averanga sea un
libro maldito. Es posible que los demonios
que fueron invocados en las páginas
de esa obra se rehúsen a ser postergados a la imaginación del lector. No
importa saberlo. Los cerdos-humanos de Hodson y los abisales de Long hacen uso
y abuso del lector para trascender al mundo de los vivos; por eso mismo, siendo
totalmente parapsicológico en esto, podría jurar que el demonio que habita en
“La Puerta” hará algo muy similar con sus lectores. Es un riesgo realmente
seductor, muy seductor. Recordaré eso, como aprendiz de escritor, cuando me
toque dejar “mala leche” en aquellos que compartan mis pesadillas. El resto se
lo dejo a Daniel, después de todo él es el experto en terror, masacres,
muertes, sufrimiento, demonología y otras oscuridades.
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