Pocas bandas han marcado época
como lo ha hecho Pink Floyd. La banda británica es hoy considerada como uno de
los referentes culturales del siglo XX. Se inició en las tendencias
psicodélicas de la música de los 70 y mutó hacia el rock progresivo hasta
llegar al New Opera gracias a sus
experimentos acústicos y el ensayo sónico. Es una banda conocida por sus
canciones con alto contenido filosófico. Y de todas sus obras, quizás una de
las más grandiosas y emblemáticas sea la legendaria Opera Rock titulada: «The Wall».
Obra dedicada a la
decadencia de la vida, «The Wall» vio
la luz en 1979 y fue compuesta casi en su totalidad por Roger Waters, extrayendo
también otros éxitos como «Comfortably
Numb» o «Run Like Hell»,
compuestos por Gilmour.
Más allá de las implícitas
connotaciones de la obra, cuya finalidad es denunciar los males de una sociedad
decadente basada en la más lúdica cultura de apología al sexo y las drogas, el
oscuro trasfondo de la obra subyace más allá del impresionismo crítico y se
traslada a un plano metafísico aún más sutil. Los martillos, los paramilitares
uniformados, el orden castrense, todos aquellos elementos que durante la
película parecen criticar las políticas fascistas de los años 40 y 50, son más
bien todo lo contrario; no una crítica en sí, sino un recordatorio no con la
intención de denunciar, sino de denotar.
Roger Waters se hizo una figura
aún más polémica desde el 2013 al empezar a denunciar al sionismo como catalizador
de los males mundiales. En ese respecto habló de «The Wall» como una catarsis a
los resultados de la Gran Guerra, implicando en entrevistas alguna clase de
afinidad con el Nacional Socialismo Alemán de finales de los años 30 e inicios
de los 40. Lo que puede dar interpretaciones inusitadas a la película «The Wall».
El simbolismo de la
obra no solo hace mención a una cultura fascista, sino que reprocha el
desatinado actuar de las células neonazis de su tiempo y las contrasta con el
original Nacionalismo europeo. La propia figura de Pinky —personaje principal
de la película—, se ve convertida, en sus laberintos mentales internos, en una
representación vívida de Adolf Hitler. La dicotomía abandona los facilismos
culturales del prejuicio y se adentra al origen arquetípico de los ismos.
Martillos cruzados, pero de
carpintero, haciendo una sátira del comunismo soviético. El pueblo con máscaras
saludando al líder, haciendo alusión al nazismo. El “dictador” tácito
convertido en drogadicto y estrella de rock frustrado por sus traumas de
infancia, caricaturizando al típico hombre de clase media y producido por el
paradigma liberal-capitalista; mayor logro de los aliados demócratas de la II
Guerra Mundial. «The Wall» resume a
los Soviéticos, Nazis y Aliados en una magnífica estratagema musical que, hacia
el final del filme, nos dice: “combatimos al enemigo equivocado”.
Las escenas psicodélicas de la
obra, haciendo apoplejía del sexo en toda su coital dimensión. La esposa
infiel. La madre posesiva. El maestro infame. La soledad y el abandono. El bullying
infantil. El pánico. La esquizofrenia. La total destrucción de la cordura. «The Wall» no solo nos habla de los
resultados del pasado, sino de las posibilidades de futuro y las premisas del
presente. Es un déjà vu agónico que no muere de facto, sino lentamente; con un
largo y estruendoso alarido. Es una advertencia para el que vive sin vivir, el
que hace sin hacer, el que habla sin saber. Por eso y mucho, mucho más, «The Wall» es una soberbia obra maestra. Musicalmente perfecta,
líricamente controvertida e icónicamente metafísica; en pocas palabras, una
legítima obra hiperbórea.
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