Despechado sujeto, con ganas de
unas vacaciones dentro de su propio terreno. Descendió al sótano de su casa.
Precisamente la había comprado porque tenía sótano y la idea le gustaba, además
del toque de distinción para un lugar del mundo en el que los sótanos no son
muy comunes.
Llevaba consigo un bidón con
cerveza temperatura ambiente; de todas formas, si la llevaba fría en algún
momento se calentaría y sería como tomar meada. Tenía pensado estar un buen tiempo allí, por
lo menos. Prendió la luz y se sentó en una pequeña silla. Miró en derredor para
familiarizarse más con el lugar, que si bien no le era desconocido ni mucho
menos, todos sabemos que eso, a la extrañeza, le importa tres carajos. Veía
estanterías llenas de libros, destacaban algunos de Coelho, Nabokov, Bukowsky y
Nimrod del Rosario. Allí, en medio de todos esos libros, alguno de tapa azul
que él mismo había escrito hace años, uno relacionado con Artemisa quizás. Y
aún más, tarros oxidados de pintura, partituras marchitas y unos cuantos ejemplares
de diarios viejos.
Comenzó a releer sus libros,
tenía una especial predilección por las novelas. Pasaron las horas, aunque él
no tenía reloj con el cual guiarse más que el biológico. Le dio sueño y se
quedó dormido en la silla. Cuando se despertó, todo se veía igual, después de
todo, era el sótano. Tomó unos sorbos de cerveza tibia y se echó un meo dentro
de uno de los tarros de pintura. Dio vueltas por el sótano y releyó algunas
noticias de los diarios. Tenía algo de hambre, pero no por eso quería comer. Se
rehusaba a hacerlo. Volvió a entretenerse con sus viejos libros, ya había
empezado con su propia obra. La vista le jugaba en contra, ya no era el mismo
de hace treinta años. Quiso tomar otro libro, pero se le cayeron algunos al
suelo, junto a unas cajas con chucherías. “Mierda”, pensó. Cuando iba a
levantarlo, una rata pasó a la velocidad de la luz por delante de él. Para
cuando intentó pisarla ya era demasiado tarde. Al rato se tiró al suelo a
descansar, y por el cansancio y las ayunas se durmió de nuevo. Soñó con Diana, su
amor de juventud, viendo los días que pasó a su lado, aquellos que jamás
volvieron, o que jamás ocurrieron. Alprazolam, aripiprazol, idantina,
fluoxetina, diasepan, risperidona, haldolina, ácido valpróico, un jugoso cóctel
de drogas que, en el pasado, le inyectaban en sus venas cada vez que sentía la
presencia de Diana a su lado. Tenía el cerebro hecho queso suizo y aún así
seguía añorándola: “aunque estés muerta, seguiré esperando a que regreses a
casa”, resonaba en sus sueños. Ya solo, con el epitafio de su melancolía por
Rusia en el pecho, terminó el sueño y se despertó. Tomó algo más de la cerveza.
Le dolía un poco la cabeza, pero para un viejo como él, aquello era lo que un raspón
en la rodilla para un futbolista, o un herpes vicioso en un actor porno. Cuando
se le aclaró la vista, vio a la rata, que lo miraba, erguida en dos patitas,
con los ojos vidriosos. Desconcertado, se quedó observándola. Se sentó en el
suelo, con las piernas flexionadas, abiertas, y esperó a ver que hacía el
roedor. La rata frotaba sus patitas delanteras. Lentamente se puso en cuatro
patas y se acercó tímidamente. La esperó, hasta que quedó al alcance de sus
manos, y la tomó. El animalito no se resistió. A esa altura, no le parecía
descabellado comérsela cruda. Sin embargo, le seguía resultando asqueroso
ingerir una rata, así que, paternalmente y sin pensarlo, la acarició. Sintió su
pelaje suave. Recordó el arte de las caricias, y esa ternura le provocó una profunda
nostalgia, él jamás conoció más caricias que las de las prostitutas. Tomó unos
hilos del suelo y los puso cerca de la rata, ella mordisqueaba juguetonamente las
hilachas mientras las asía con sus patitas. Decidió llamarla Lisa; le parecía
agradable, como las colegialas de segundaria que veía pasar desde las rejas de
su jardín delantero cuando era un niño, a las cuales saludaba diciéndoles
“adiós, chica lisa”.
Al cabo de unas cuantas horas ya
eran inseparables amigos. Él sentía tanta hambre para ese entonces que comenzó
a preocuparse por su amiga. Pero ésta no se iba de su lado. Resolvió llenarse
la panza con unos cuantos tragos de cerveza. No pensaba salir del sótano bajo
ningún punto de vista, se lo había jurado frente al espejo del baño la noche
anterior. Rebuscó entre las estanterías, sabía que habían algunas herramientas
por ahí. No encontró nada apropiado, pero algo había: una tijera de podar
herrumbrada. Luego de titubear un poco, decidió que su pierna izquierda sería
la elegida para el pequeño sacrificio. Hizo pinza con el pulgar y el índice
sobre una porción de su pantorrilla y con la otra mano ensayó el movimiento con
la tijera. Cerró los ojos, apretó los dientes y cortó, lo más rápido posible.
Experimentó un dolor placentero, de esos que tienen que ver con algún coito
violento, híper pasional. La sangre brotaba, oscura y espesa, se estrellaba en
el suelo. Le dio el pedacito de carne a Lisa, que gustosa comenzó a devorarla.
Una vez satisfecha, se fue a un
rincón a cagar para luego volver con su nuevo amigo, que yacía tendido en el
suelo. Durmieron juntos; ella sobre la espalda de él. Se despertó con una
fatiga insoportable, ya ni sentía casi el hambre. Lisa se veía inquieta, quién
sabe como él lo notaba, pero se sentía tan parte de ella, que se atribuía la
licencia de saber qué le pasaba a ella. Se cortó un pedazo del codo izquierdo y
se lo convidó. La veía devorarlo, y se ensimismaba en ella. Estaba absorto en
la adoración de un altruismo tan narcisista como afrodisíaco. Bebió algo de su
cerveza y, ya bastante debilitado se meó encima, adrede (¡qué más daba!). Lo
tibio de la orina lo relajó y se durmió con Lisa entre sus piernas, que
lengüeteaba la meada.
Despertó de un sueño en el que se ahogaba en un mar negro. Cuando se dio cuenta, tenía a Lisa dentro de su boca, pujando por entrar. La agarró de la cola y la regañó. Podía morir de hambre, pero no de soledad, ya pasó muchos años sin más compañía que su música y sus libros. Las horas pasaron; y los días se escurrían lentamente rumbo a un presagio jugoso, agrio como el final de una fábula. La última vez que el hombre estuvo consciente se durmió abrazando a la rata.
Lisa presenció la muerte del
hombre por inanición. Fue un gran convite entre ella y un par de roedores más
que la venían cortejando sin éxito copulativo alguno. Comieron y cogieron por
días. Como emperadores romanos se perdieron en orgías esplendorosas. Y aquél
sótano acogió el espectáculo de la vida, del pathos y del placer de la carne.
G. Lycanon
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