jueves, 26 de junio de 2025

El problema del libre albedrío: hacia una crítica consciente


¿Cuántos errores hemos cometido a nombre del libre albedrío? ¿Cuántas estructuras sociales, económicas y morales hemos edificado sobre la premisa de la agencia humana como si fuera una verdad incuestionable? Desde la aspiración igualitaria del marxismo, que presume sujetos emancipables, hasta el individualismo del libertarianismo meritocrático, que exalta la autoeficacia como dogma, gran parte del edificio ético-político moderno descansa en una idea: que el ser humano es libre, consciente, dueño de sí y, por tanto, plenamente responsable. Esta premisa, aunque raramente explicitada, opera como un pilar tácito, un supuesto secularizado que sostiene la moral contemporánea de la responsabilidad.

La posmodernidad neoliberal, como la describe Byung-Chul Han (2012), se caracteriza por un exceso de positividad, donde cada sujeto es empresario de sí mismo, responsable último de su éxito o su miseria. En este contexto, el fracaso no admite excusas: si caes, es por falta de voluntad. La sociedad no ofrece redención para el caído, porque presupone que todos partimos de un mismo punto de partida y con igual capacidad de decidir.

Pero ¿qué ocurre si esa voluntad no es más que una construcción? ¿Qué sucede si el libre albedrío es una ilusión funcional, tejida por una maquinaria cerebral sujeta a leyes físicas ineludibles? Este ensayo se propone cuestionar esa ilusión, no para despojar al ser humano de su valor, sino para ofrecer una comprensión más lúcida y compasiva de su condición. Desde la física hasta la neurociencia, desde la biología evolutiva hasta la lógica filosófica, se argumentará en favor del determinismo duro: nuestras acciones no son libres, sino el resultado inevitable de cadenas causales que trascienden nuestra conciencia y nuestra voluntad. Como advierte Galen Strawson (1994), ninguna criatura puede ser causa de sí misma, y la responsabilidad moral absoluta se desvanece como un espejismo.

Aceptar este marco no implica abrazar el nihilismo, sino abrir la puerta a una ética distinta: una que reconozca que tras cada crimen, error o fracaso no hay una voluntad maligna, sino un organismo humano condicionado por una infinidad de variables físicas, químicas y sociales. En ese reconocimiento podría radicar una forma más humana de justicia.


I. Las últimas trincheras del albedrío: refutación de sus principales defensas

A pesar de los avances de las ciencias naturales y cognitivas, el libre albedrío persiste como una creencia atractiva. Sus principales defensas se agrupan en tres: el compatibilismo, el libertarismo metafísico y la fenomenología de la libertad. Cada una será examinada críticamente, considerando tanto sus méritos como sus limitaciones.


A. Compatibilismo: redefinir la libertad, pero ¿a qué costo?

El compatibilismo, defendido por autores como Daniel Dennett (2003) y Harry Frankfurt (1971), sostiene que somos libres si actuamos conforme a nuestras motivaciones internas, aunque estas estén causalmente determinadas. Esta postura busca reconciliar el determinismo con la responsabilidad moral, argumentando que la libertad no requiere una ruptura con las leyes causales, sino coherencia entre nuestras acciones y nuestros deseos. Sin embargo, como señala Strawson (1994), esto parece confundir autonomía psicológica con libertad ontológica. Si nuestros deseos y creencias —formados por genética, crianza y cultura— no son elegidos, ¿en qué sentido somos libres?

La neurociencia ha desafiado esta noción. Estudios como los de Libet (1985), Soon et al. (2008) y Fried et al. (2011) muestran que el cerebro inicia acciones antes de que el sujeto sea consciente de su decisión, sugiriendo que el yo racional interpreta retrospectivamente en lugar de dirigir. No obstante, es importante reconocer que estos experimentos se centran en decisiones motoras simples, y su aplicabilidad a procesos deliberativos complejos, como la planificación ética, sigue siendo debatida (Schurger et al., 2012). Aunque el compatibilismo ofrece un marco práctico para la responsabilidad social, su redefinición de la libertad como acción "coherente con motivos" puede parecer insuficiente para quienes buscan una libertad más sustancial.


B. Libertarismo metafísico: la falacia de la autocreación

El libertarismo metafísico, defendido por autores como Robert Kane (1996) y Peter van Inwagen (1983), propone momentos de indeterminación donde el agente elegiría libremente. Esta postura requiere que el sujeto sea causa sui, una noción lógicamente problemática, como argumenta Strawson (1994): no podemos ser responsables de ser quienes somos, ni de los procesos cerebrales que nos determinan.

La física tampoco respalda esta idea. Aunque la mecánica cuántica introduce elementos probabilísticos, las leyes cuánticas operan dentro de funciones de onda definidas (Carroll, 2016). La interpretación de los muchos mundos (Everett, 1957) lleva esto más lejos, sugiriendo que todos los caminos posibles se actualizan en universos paralelos, sin espacio para una elección libre. Sin embargo, otras interpretaciones, como la de Copenhague, introducen una aleatoriedad que, aunque no equivale a libertad, podría complicar la noción de un determinismo absoluto. Aun así, ninguna de estas interpretaciones apoya la idea de un agente que trascienda las leyes físicas.


C. Fenomenología de la libertad: el espejismo subjetivo

Jean-Paul Sartre (1943) describió al ser humano como “condenado a ser libre”, basándose en la experiencia subjetiva de elegir. Sin embargo, sentir libertad no implica poseerla. Como plantea Thomas Metzinger (2003), el cerebro construye ficciones adaptativas, y el “yo” no es un núcleo sustancial, sino una interfaz fenomenológica que enmascara procesos inconscientes. La vivencia de la libertad podría ser una función evolutiva que facilita la acción, pero no una prueba de su existencia ontológica.


II. Una arquitectura del destino: determinismo desde la física y la cosmología

Desde Newton, el universo se ha concebido como una máquina precisa. Pierre-Simon Laplace (1814/1951) imaginó que un intelecto capaz de conocer todas las variables del presente podría predecir el futuro con exactitud. La mecánica cuántica introduce incertidumbre (Heisenberg, 1927), pero esta es estadística, no libertad. La interpretación de los muchos mundos (Everett, 1957) refuerza el determinismo: todo lo posible ocurre por necesidad estructural. Sin embargo, otras interpretaciones, como la de Copenhague, sugieren que la aleatoriedad cuántica podría introducir un margen de indeterminación, aunque no equivale a libre albedrío. En cualquier caso, como sintetiza Sean Carroll (2016), no hay lugar para almas o libertades: somos lo que la materia hace en condiciones específicas.

La existencia de la Tierra, con su luna estabilizadora y un gigante gaseoso protector (Ward & Brownlee, 2000), parece improbable, pero no es diseño, sino un resultado estadístico dentro de leyes físicas. Lo improbable ocurre porque puede, no porque se elija.


III. Caos, fractales y entropía: la poesía de la inevitabilidad

La teoría del caos (Lorenz, 1963) muestra cómo sistemas deterministas pueden ser impredecibles, pero no libres. El “efecto mariposa” revela cómo pequeñas causas generan grandes consecuencias, siempre dentro de cadenas necesarias. Fractales como los de Mandelbrot (1983) o las bifurcaciones de Feigenbaum (1978) evidencian un orden profundo en lo caótico. La vida, como proceso termodinámico, no escapa a esta regla: es un estado de desequilibrio organizado que aumenta la entropía global (Prigogine & Stengers, 1984). Vivir es deteriorarse de forma estructurada.


IV. Neurociencia y evolución: máquinas que sueñan con libertad

Los estudios de Libet y sus sucesores sugieren que la voluntad consciente aparece después de la decisión neuronal. Metzinger (2009) propone que el “yo” es una alucinación evolutiva: no hay un núcleo consciente, sino una simulación que permite navegar el entorno. Sin embargo, investigaciones más recientes (Schurger et al., 2012) sugieren que los “potenciales de preparación” observados por Libet podrían reflejar ruido neuronal aleatorio, lo que matiza la idea de que la conciencia es puramente epifenoménica. Aun así, la selección natural no premia la verdad, sino la utilidad (Trivers, 2011). La ilusión del albedrío pudo haber evolucionado como un mecanismo de cohesión social, facilitando el castigo, la planificación y la empatía.


V. Argumentos lógicos y matemáticos: la paradoja del agente sin origen

Lógicamente, el libre albedrío exige una causa sin causa, una noción absurda. Derk Pereboom (2001) lo expone con claridad: nada puede ser causa de sí mismo sin caer en una regresión infinita. La matemática de sistemas complejos (Strogatz, 2018) y la lógica modal (Plantinga, 1974) refuerzan esta idea: toda decisión es consecuencia de condiciones estructurales, y los mundos posibles están determinados por su lógica interna.


VI. Hacia una ética determinista: compasión en acción

Aceptar el determinismo duro no lleva al nihilismo, sino a una ética que reconoce la fragilidad humana. Si nuestras acciones están determinadas por cadenas causales, la culpa absoluta pierde sentido, y el castigo debe ceder paso a la comprensión y la rehabilitación. Por ejemplo, en un sistema judicial, esto podría traducirse en un enfoque centrado en prevenir el daño y rehabilitar al infractor, en lugar de infligir sufrimiento como retribución. En la educación, implicaría diseñar entornos que maximicen el potencial humano, reconociendo las limitaciones impuestas por la biología y el contexto social.

Esta ética no elimina la responsabilidad práctica: las sociedades necesitan reglas para funcionar. Sin embargo, estas reglas deben basarse en la utilidad colectiva, no en nociones de culpa moral absoluta. Como sugiere Dennett (1995), podemos preservar la cohesión social sin requerir libre albedrío, enfocándonos en disuadir comportamientos dañinos y fomentar la cooperación.


Conclusión: la dignidad de lo necesario

Aceptar el determinismo duro no es rendirse, sino alcanzar una forma de lucidez compasiva. No somos autores de nuestro ser, pero somos testigos de él. No elegimos nuestra biología ni nuestras circunstancias, pero podemos comprenderlas. En esa comprensión se gesta una ética sin dogmas, que no castiga, sino que acompaña; que no exige heroísmos, sino que reconoce la danza de causas que somos. Como escribió Nietzsche (1886/2006): amor fati, amar el destino. En la aceptación de nuestra inevitabilidad podría radicar la forma más profunda de dignidad humana.


Referencias

Born, M. (1926). Zur Quantenmechanik der Stoßvorgänge. Zeitschrift für Physik, 37(12), 863–867.
Carroll, S. (2016). The Big Picture: On the Origins of Life, Meaning, and the Universe Itself. Dutton.
Churchland, P. S. (1981). Eliminative materialism and the propositional attitudes. The Journal of Philosophy, 78(2), 67–90.
Dennett, D. C. (1991). Consciousness Explained. Little, Brown.
Dennett, D. C. (2003). Freedom Evolves. Viking.
Everett, H. (1957). "Relative State" formulation of quantum mechanics. Reviews of Modern Physics, 29(3), 454–462.
Feigenbaum, M. J. (1978). Quantitative universality for a class of nonlinear transformations. Journal of Statistical Physics, 19(1), 25–52.
Frankfurt, H. G. (1971). Freedom of the Will and the Concept of a Person. Journal of Philosophy, 68(1), 5–20.
Heisenberg, W. (1927). Über den anschaulichen Inhalt der quantentheoretischen Kinematik und Mechanik. Zeitschrift für Physik, 43, 172–198.
Kane, R. (1996). The Significance of Free Will. Oxford University Press.
Laplace, P.-S. (1951). A Philosophical Essay on Probabilities (F. W. Truscott & F. L. Emory, Trans.). Dover. (Original work published 1814)
Libet, B. (1985). Unconscious cerebral initiative and the role of conscious will in voluntary action. Behavioral and Brain Sciences, 8(4), 529–566.
Lorenz, E. N. (1963). Deterministic nonperiodic flow. Journal of the Atmospheric Sciences, 20(2), 130–141.
Mandelbrot, B. B. (1983). The Fractal Geometry of Nature. W. H. Freeman.
Metzinger, T. (2003). Being No One: The Self-Model Theory of Subjectivity. MIT Press.
Pereboom, D. (2001). Living Without Free Will. Cambridge University Press.
Plantinga, A. (1974). The Nature of Necessity. Clarendon Press.
Prigogine, I., & Stengers, I. (1984). Order Out of Chaos: Man’s New Dialogue with Nature. Bantam.
Sartre, J.-P. (1943). L'être et le néant. Gallimard.
Soon, C. S., Brass, M., Heinze, H. J., & Haynes, J.-D. (2008). Unconscious determinants of free decisions in the human brain. Nature Neuroscience, 11, 543–545.
Spinoza, B. (2008). Ética demostrada según el orden geométrico. Alianza. (Obra original publicada en 1677)
Strogatz, S. H. (2018). Nonlinear Dynamics and Chaos: With Applications to Physics, Biology, Chemistry, and Engineering. CRC Press.
Strawson, G. (1994). The impossibility of moral responsibility. Philosophical Studies, 75(1–2), 5–24.
Trivers, R. (2011). The Folly of Fools: The Logic of Deceit and Self-Deception in Human Life. Basic Books.
Ward, P. D., & Brownlee, D. (2000). Rare Earth: Why Complex Life Is Uncommon in the Universe. Springer-Verlag.

viernes, 13 de junio de 2025

Materialismo Crítico Existencial: una filosofía sin trascendencia

Resumen Este ensayo expone y fundamenta el concepto de Materialismo Crítico Existencial, una concepción ontológica y epistemológica que sostiene la suficiencia de la materia como fundamento último de la realidad, sin recurrir a ninguna trascendencia o metafísica idealista. A partir de la premisa de que la materia no es sólo presencia sino también ausencia, se argumenta que el ser es un tejido en constante tensión entre manifestaciones fenoménicas y huecos de inteligibilidad. Se propone que la ciencia, desde la mecánica cuántica hasta la biología evolutiva y la neurociencia, ofrece herramientas cada vez más precisas para una desmitologización radical del mundo. Se critica el idealismo contemporáneo representado por Richard Foster y David Chalmers, quienes reinciden en formas renovadas de dualismo disfrazadas de neutralidad ontológica. Se integran referencias de obras clave de la historia de la filosofía y la ciencia moderna.

Palabras clave: materialismo, existencia, semántica, crítica al idealismo, Chalmers, ciencia, metafísica


1. Introducción

El presente ensayo propone una definición y fundamentación filosófica del Materialismo Crítico Existencial, una postura que considera que la materia no es simplemente la sustancia tangible del mundo sino la totalidad del entramado que hace posible la existencia misma, tanto en su dimensión física como en su inteligibilidad. Esta perspectiva se distancia del materialismo clásico mecanicista y del materialismo dialéctico, al tiempo que se opone a las formas contemporáneas de idealismo representadas por autores como Foster y Chalmers. En su lugar, se propone una ontología material que incluye el sentido como emergencia cerebral sin necesidad de apelar a entidades metafísicas. La existencia, bajo esta lectura, no necesita una razón oculta: es un hecho que se despliega en capas de complejidad materiales que pueden ser progresivamente comprendidas.


2. Fundamento ontológico: materia como presencia y ausencia

Tradicionalmente, la materia ha sido comprendida como el substrato físico de lo real. Sin embargo, el Materialismo Crítico Existencial propone una ampliación de esta nocion: la materia es también ausencia, potencialidad no manifestada, laguna semántica que exige decodificación. Esta idea tiene ecos en la física cuántica moderna, donde el vacío no es una "nada" sino un campo con estructura (Drossel, 2001; Kauffman, 2000). Además, conceptos como el entrelazamiento cuántico y el principio de incertidumbre nos obligan a pensar la materia como algo que incluye relacionalidad, virtualidad y ausencia como parte de su modo de ser.

La filosofía presocrática, particularmente en Heráclito y Parménides, ya intuía esta ambigüedad fundamental del ser: la tensión entre el cambio y la permanencia, entre lo presente y lo latente. El Materialismo Crítico Existencial se alinea con esa tradición, pero bajo la luz de los descubrimientos científicos contemporáneos. Así, la vieja pregunta de Heidegger, «¿por qué hay ser y no más bien nada?», se reformula desde este materialismo crítico como: «¿por qué el ser emerge desde la complejidad de una materia en tensión entre presencias y ausencias?»


3. El rol de la ciencia: hacia una inteligibilidad sin mística

La historia de la ciencia ha sido una demolición progresiva de explicaciones mágicas y metafísicas. Desde Copérnico hasta la biología evolutiva (Darwin; Dawkins, 1976; Buss, 2003), y desde la neurociencia (Damasio, 1994) hasta la cosmología (Monod, 1970; Diamond, 1991), cada descubrimiento desplaza al sujeto humano del centro del cosmos. Sin embargo, esto no implica nihilismo sino una afirmación crítico-existencial del valor de entender lo real desde su base material, sin apelaciones sobrenaturales. Como lo plantea E.O. Wilson (1998), hay una posibilidad de consiliencia entre saberes que permite leer el mundo como totalidad coherente desde la base material.

Esta inteligibilidad progresiva es justamente lo que permite superar el argumento de la ignorancia: que haya cosas que aún no comprendemos no implica que requieran una explicación metafísica. Por el contrario, la ciencia ha mostrado una y otra vez que lo que antes era misterio hoy puede articularse mediante modelos y descripciones materiales (Dennett, 1995). Incluso problemas como la relación mente-cerebro se están acercando a descripciones plausibles, por más que aún incompletas, sin necesidad de suponer un alma o principio inmaterial.


4. Crítica al idealismo de Foster y Chalmers

Autores como Richard Foster y David Chalmers sostienen posturas que reinciden en el dualismo mente-cuerpo, incluso cuando se presentan como teorías neutrales o emergentistas. Chalmers (1996), con su famosa formulación del "problema difícil" de la conciencia, reintroduce una forma de dualismo disfrazado de neutralidad ontológica. El Materialismo Crítico Existencial objeta esta posición desde dos frentes: (1) la mente es un producto evolutivo y semántico del cerebro (Dennett, 1995; Aron, 1996), no un misterio inefable, y (2) toda teoría que presuma una entidad no reducible en principio a procesos materiales incurre en metafísica.

Foster, al sugerir la necesidad de una conciencia primaria irreductible, se inscribe en una tradición idealista que, aunque sofisticada, perpetúa una brecha innecesaria entre ser y conocer. En cambio, el materialismo crítico postula que la conciencia no es una entidad separada, sino una función emergente del cuerpo material. Como argumenta Schopenhauer (1818), el sujeto de conocimiento no es una entidad trascendente, sino un producto ilusorio de la voluntad que se objetiva en representación. Desde este punto de vista, toda metafísica de la mente es un epifenómeno del miedo humano a aceptar su condición radicalmente finita y material.


5. Semántica y materialidad

El Materialismo Crítico Existencial sostiene que el contacto consciente con la realidad ocurre solo a través de significados discernibles para el cerebro humano. Esta función semántica no es un misterio sino una propiedad emergente del sistema nervioso central, como ha sido argumentado por Wittgenstein (1953) y ampliado por Liane Gabora (2013). La semántica es una forma de materialidad compleja, no una ventana al mundo de las ideas. Es el producto de un animal simbólico (Cassirer, citado por Unamuno, 1913), atrapado en un mundo de significados construidos para la supervivencia.

La importancia de la semántica es radical: sin ella, no existe el "yo" ni la posibilidad de autoconciencia. Es el lenguaje, esa herramienta simbólica inscrita en circuitos neurales, lo que permite al humano organizar la experiencia, proyectarse en el tiempo, concebir el futuro y reconstruir el pasado. Como planteó Nietzsche (1886), el lenguaje no es un espejo de lo real, sino una metáfora endurecida que estructura la percepción del mundo. La semántica, entonces, no es un accesorio de la materia, sino una forma que adopta ésta cuando alcanza grados altos de organización y complejidad.

El ser humano es la única especie conocida que puede abstraer, metaforizar y estructurar sistemas simbólicos complejos. Esta capacidad semántica es lo que permite la filosofía misma: sin ella, la pregunta por el ser, por la muerte, por el sentido, ni siquiera podría formularse. En este punto, Simone Weil (1947) y Wittgenstein coinciden: el límite del lenguaje es el límite del mundo. Por eso, el materialismo crítico existencial considera que la semántica, lejos de contradecir la materia, la consuma.


6. Conclusión

El Materialismo Crítico Existencial es una filosofía de la inmanencia radical. Rechaza todo principio metafísico y se afirma en la materia como único fundamento del ser y del sentido. El mundo no necesita una razón trascendental para existir, ni la mente humana una chispa divina para semantizar la realidad. Esta postura no es un reduccionismo simplista, sino una ontología compleja, informada por la ciencia y la crítica filosófica, que ofrece una alternativa coherente frente a los dualismos persistentes del idealismo contemporáneo. En tanto tejido de presencias y ausencias, la materia es suficiente no solo para que algo exista, sino para que eso que existe pueda pensar, nombrar y resignificar su existencia. Y en ese acto semántico final, la materia se reconoce a sí misma.


Referencias

Aron, E. (1996). The Highly Sensitive Person. Broadway Books.

Benatar, D. (2006). Better Never to Have Been. Oxford University Press.

Buss, D. M. (2003). The Evolution of Desire. Basic Books.

Chalmers, D. (1996). The Conscious Mind. Oxford University Press.

Cioran, E. M. (1973). Breviario de podredumbre. Tusquets.

Damasio, A. (1994). Descartes' Error: Emotion, Reason, and the Human Brain. Putnam.

Dennett, D. (1995). Darwin's Dangerous Idea. Simon & Schuster.

Drossel, B. (2001). Biological Evolution and Statistical Physics. Springer.

E.O. Wilson. (1998). Consilience: The Unity of Knowledge. Vintage.

Gabora, L. (2013). An Evolutionary Framework for Culture. Physics of Life Reviews, 10(2), 117–145.

Heidegger, M. (1927). Sein und Zeit. Niemeyer.

Kauffman, S. (2000). Investigations. Oxford University Press.

Monod, J. (1970). Le Hasard et la Nécessité. Éditions du Seuil.

Nietzsche, F. (1886). Jenseits von Gut und Böse. C. G. Naumann.

Schopenhauer, A. (1818). Die Welt als Wille und Vorstellung. Brockhaus.

Simone Weil. (1947). La gravité et la grâce. Plon.

Unamuno, M. (1913). Del sentimiento trágico de la vida. Renacimiento.

Wittgenstein, L. (1953). Philosophical Investigations. Blackwell.

lunes, 9 de junio de 2025

El eros, artificio de la química: del instinto a la simulación posmoderna

No hay necesidad de poetas si el mundo fuese absolutamente literal.

Pero incluso el más frío de los biólogos guarda en su lengua una metáfora: cuando habla de neurotransmisores como mensajeros, de hormonas como intérpretes del apego, o de los genes como egoístas. La biología, si se la escucha con oídos atentos, también canta.

Y lo que canta con especial ironía es el amor: ese residuo de dopamina disfrazado de eternidad, ese espejismo semántico que los siglos fueron maquillando de infinito.

Dios no inventó el amor: lo hizo la necesidad.

Y no fue una necesidad metafísica ni espiritual, sino genética.

Jared Diamond (1991), en El tercer chimpancé, lo expone sin ambages: somos animales. Animales con lenguaje, sí; con arte, sí; con angustia, sí… pero ante todo, con un linaje evolutivo que no nos permite inventarnos ex nihilo. El amor, en este marco, no es más que una sofisticada estrategia reproductiva. Una trampa amable tejida por la evolución para que cuidemos juntos a la cría indefensa que no puede caminar durante años.

De la primera oxitocina al último poema, el amor ha sido una negociación química adornada de símbolos.

Desde la Antigüedad se ha intentado domesticar el deseo: Platón lo elevó hacia lo eterno, los trovadores lo ennoblecieron con cortesía, los románticos lo declararon salvación.

Pero siempre, debajo de los himnos, estaba el cuerpo. El cuerpo que segrega, que espera, que se apega. El cuerpo que, como recuerda Helen Fisher (2004), actúa primero, pregunta después.

La conciencia, al despertar, no comprendió lo que sentía, así que invirtió su energía en nombrarlo. El eros se volvió poesía, ritual, mito. Se le otorgó una forma divina, una misión trascendente, una lógica narrativa. Así nació la semantización del amor romántico: el proceso de convertir el impulso en relato, el placer en promesa, el apareamiento en sentido.

Fue durante el Romanticismo que esta construcción alcanzó su cúspide simbólica.

Allí, el amor dejó de ser vínculo para convertirse en destino. No bastaba amar: había que arder, perder la razón, morir si era necesario. Werther no es un personaje: es la metáfora última de una civilización que necesitaba creer que el amor redime.

Pero el amor no redime. Solo nos sujeta el tiempo suficiente como para criar juntos a otro ejemplar de la especie, y luego, si queda energía, nos permite seguir anhelando lo que ya no existe.

El siglo XX, con sus guerras, sus laboratorios y sus psicoanálisis, desnudó el artificio.

Freud diría que todo deseo es repetición de una falta infantil; Simone de Beauvoir que el amor es esclavitud femenina; Schopenhauer que es la voluntad de vivir disfrazada de belleza.

Y sin embargo, el siglo XXI ha ido aún más lejos: ha vaciado el amor de toda pretensión simbólica y lo ha puesto al servicio del mercado.

Bauman (2003) lo llamó “amor líquido”, pero podría haberse llamado “amor envasado”.

Han (2012) lo percibe como un eros anestesiado, donde el otro no es alteridad sino espejo.

Las aplicaciones de citas, los algoritmos del deseo, las promesas efímeras de conexión digital, todo convierte al amor en un simulacro sin tiempo ni hondura.

No se busca amar: se busca ser elegido, recibir atención, sentirse validado.

Y sin embargo, incluso entre los que piensan con lucidez, el amor sigue doliendo cuando no llega.

Porque saber no impide sentir.

Porque la conciencia, que nació para comprender, también nació demasiado tarde como para desactivar el instinto.

Y aquí yace la tragedia: queremos racionalizar lo que nos posee desde adentro.

Quizás sea hora de dejar de idealizar. De comprender que no somos más que química que aprendió a narrarse a sí misma. Que el amor no es una meta ni un premio, sino una función emergente del cerebro mamífero revestida de símbolos para organizar sociedades.

Como sugiere Diamond (1991), si queremos entender por qué amamos como amamos, debemos mirar al chimpancé antes que al poeta.

Pero si ya hemos desmontado el amor romántico, si la posmodernidad lo ha desintegrado en likes y perfiles, ¿qué queda?

Quizás —y este es el punto de inflexión— sea momento de volver a los instintos, pero no para celebrarlos, sino para repensarlos.

La semantización del amor nos permitió sobrevivir como especie compleja. Hoy, esa semántica está obsoleta.

Y lo que se necesita no es volver al pasado romántico, sino diseñar una nueva ética del eros: no idealista, sino pragmática. No salvadora, sino humana.

Amar, entonces, podría no ser una revelación divina, sino un arte humilde: el arte de convivir con nuestras reacciones químicas sin idolatrarlas. El arte de ofrecer afecto sin pedir redención. El arte de nombrar el deseo sin convertirlo en trampa.


Referencias

Bauman, Z. (2003). Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Fondo de Cultura Económica.

Dawkins, R. (1976). The Selfish Gene. Oxford University Press.

Diamond, J. (1991). The Third Chimpanzee: The Evolution and Future of the Human Animal. HarperCollins.

Fisher, H. (2004). Why We Love: The Nature and Chemistry of Romantic Love. Henry Holt and Company.

Han, B.-C. (2012). La agonía del eros. Herder.

Monod, J. (1970). Le hasard et la nécessité. Seuil.

Schopenhauer, A. (2006). El mundo como voluntad y representación (Vol. I). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1818).

domingo, 1 de junio de 2025

Hacia una Ética de la Tragedia: Materialismo Crítico, Dolor y Sentido en la Experiencia Humana

 

En la era postmetafísica, donde los grandes relatos han colapsado y la religión ha perdido su hegemonía explicativa, el ser humano se enfrenta a la necesidad de replantear su condición. La experiencia humana, al mismo tiempo que sublime en su capacidad de raciocinio y empatía, se revela también como un accidente biológico, un emergente de procesos evolutivos ciegos e indiferentes. Desde una perspectiva de materialismo crítico existencial, este trabajo busca explorar la tensión entre determinismo biológico y libertad subjetiva, sufrimiento y semántica, tragedia y redención, en busca de una ética no basada en la prohibición, sino en la comprensión.

1. Emergencia y caos: entre la ley de Murphy y la improbabilidad de la conciencia

La Ley de Murphy, frecuentemente citada con tono irónico, establece que "todo lo que pueda salir mal, saldrá mal". Esta formulación, llevada al plano de los sistemas complejos, resuena con la teoría del caos y los atractores extraños (Gleick, 1987). La vida, en su emergencia, no responde a una intencionalidad ni a un telos, sino al despliegue de condiciones iniciales extremadamente improbables dentro de un cosmos regido por el azar y la selección natural (Monod, 1970; Dawkins, 1976).

El surgimiento de la conciencia humana puede entenderse como una propiedad emergente de la organización neural altamente compleja del córtex cerebral (Tononi, 2012). No hubo milagro ni plan, sino acumulación evolutiva de procesos adaptativos que, por un accidente bioquímico y epigenético, derivaron en la reflexividad consciente. La existencia humana es, por tanto, una eventualidad improbable, y no un acto de voluntad divina.

2. La naturaleza no busca sentido: sufrimiento, selección y tragedia

En el plano biológico, la vida se sostiene a través de una paradoja: debe destruirse para seguir existiendo. La cadena trófica, la depredación y la competencia intraespecífica no son defectos del sistema, sino su fundamento (Margulis & Sagan, 1995). La selección natural no promueve la felicidad, sino la eficacia reproductiva (Dawkins, 1976).

Sin embargo, el ser humano, a diferencia del resto de los organismos, ha desarrollado una conciencia de su propia finitud. Esto lo convierte en el único animal que sufre simbólicamente, que transforma el dolor en tragedia y el miedo en narración. En palabras de Becker (1973), el hombre es el único ser vivo que sabe que va a morir, y esa consciencia lo empuja a crear sistemas simbólicos para negar dicha finitud.

3. El problema del sentido: semántica, lenguaje y la invención del yo

En un universo sin diseño, la necesidad de sentido es una elaboración humana. El lenguaje, como sistema de codificación simbólica, ha permitido no solo la comunicación, sino también la ficcionalización del yo (Dennett, 1991). Creamos narrativas para ordenar el caos, para domesticar el absurdo. La semántica no existe en la naturaleza: es una tecnología mental emergida para interpretar el sufrimiento (Harari, 2015).

En ese contexto, el ser humano no es ni un dios ni un simio rabioso, sino una forma de vida vulnerable, limitada y contingente, tratando de navegar el inmenso océano del sufrimiento sensible y simbólico. Esa navegación, lejos de gloriosa, suele estar marcada por la angustia, la frustración y la inadecuación estructural a su entorno.

4. Redención sin juicio: hacia una ética no punitiva

Si, como sostiene Sartre (1946), "somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros", y si lo que nos hizo fue un proceso evolutivo ciego, ¿puede hablarse de culpa o responsabilidad ontológica? El sufrimiento humano no es consecuencia de una falta moral, sino de un exceso de conciencia. Por tanto, no puede fundarse una ética universal sobre la base del castigo o la interdicción, sino sobre la compasión informada.

Una ética lúcida —desprovista de premisas metafísicas, pero sensible a la condición humana— debe nutrirse de humildad epistemológica, de una mirada no arrogante sobre lo humano. Debe sustituir el juicio por la comprensión, y el deber por la responsabilidad compartida. La tragedia no es lo malo. Lo malo es fetichizar la tragedia, estetizar el dolor, y cargar de valor moral a lo que es, en su fondo, una condición natural.

Conclusión

No hay sentido alguno inscrito en los átomos del cosmos. No hay justicia, ni finalidad, ni destino. Pero eso no significa que no podamos construir una forma de estar en el mundo que respete el dolor del otro, que honre la fragilidad y que abandone el juicio. Si la tragedia es inevitable, la compasión podría ser nuestra forma de redención. No desde el dogma ni desde la esperanza, sino desde la lucidez.

Referencias

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Sartre, J. P. (1946). L'existentialisme est un humanisme. Nagel.

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