¿Cuántos errores hemos cometido a nombre del libre albedrío? ¿Cuántas estructuras sociales, económicas y morales hemos edificado sobre la premisa de la agencia humana como si fuera una verdad incuestionable? Desde la aspiración igualitaria del marxismo, que presume sujetos emancipables, hasta el individualismo del libertarianismo meritocrático, que exalta la autoeficacia como dogma, gran parte del edificio ético-político moderno descansa en una idea: que el ser humano es libre, consciente, dueño de sí y, por tanto, plenamente responsable. Esta premisa, aunque raramente explicitada, opera como un pilar tácito, un supuesto secularizado que sostiene la moral contemporánea de la responsabilidad.
La posmodernidad neoliberal, como la describe Byung-Chul Han (2012), se caracteriza por un exceso de positividad, donde cada sujeto es empresario de sí mismo, responsable último de su éxito o su miseria. En este contexto, el fracaso no admite excusas: si caes, es por falta de voluntad. La sociedad no ofrece redención para el caído, porque presupone que todos partimos de un mismo punto de partida y con igual capacidad de decidir.
Pero ¿qué ocurre si esa voluntad no es más que una construcción? ¿Qué sucede si el libre albedrío es una ilusión funcional, tejida por una maquinaria cerebral sujeta a leyes físicas ineludibles? Este ensayo se propone cuestionar esa ilusión, no para despojar al ser humano de su valor, sino para ofrecer una comprensión más lúcida y compasiva de su condición. Desde la física hasta la neurociencia, desde la biología evolutiva hasta la lógica filosófica, se argumentará en favor del determinismo duro: nuestras acciones no son libres, sino el resultado inevitable de cadenas causales que trascienden nuestra conciencia y nuestra voluntad. Como advierte Galen Strawson (1994), ninguna criatura puede ser causa de sí misma, y la responsabilidad moral absoluta se desvanece como un espejismo.
Aceptar este marco no implica abrazar el nihilismo, sino abrir la puerta a una ética distinta: una que reconozca que tras cada crimen, error o fracaso no hay una voluntad maligna, sino un organismo humano condicionado por una infinidad de variables físicas, químicas y sociales. En ese reconocimiento podría radicar una forma más humana de justicia.
I. Las últimas trincheras del albedrío: refutación de sus principales defensas
A pesar de los avances de las ciencias naturales y cognitivas, el libre albedrío persiste como una creencia atractiva. Sus principales defensas se agrupan en tres: el compatibilismo, el libertarismo metafísico y la fenomenología de la libertad. Cada una será examinada críticamente, considerando tanto sus méritos como sus limitaciones.
A. Compatibilismo: redefinir la libertad, pero ¿a qué costo?
El compatibilismo, defendido por autores como Daniel Dennett (2003) y Harry Frankfurt (1971), sostiene que somos libres si actuamos conforme a nuestras motivaciones internas, aunque estas estén causalmente determinadas. Esta postura busca reconciliar el determinismo con la responsabilidad moral, argumentando que la libertad no requiere una ruptura con las leyes causales, sino coherencia entre nuestras acciones y nuestros deseos. Sin embargo, como señala Strawson (1994), esto parece confundir autonomía psicológica con libertad ontológica. Si nuestros deseos y creencias —formados por genética, crianza y cultura— no son elegidos, ¿en qué sentido somos libres?
La neurociencia ha desafiado esta noción. Estudios como los de Libet (1985), Soon et al. (2008) y Fried et al. (2011) muestran que el cerebro inicia acciones antes de que el sujeto sea consciente de su decisión, sugiriendo que el yo racional interpreta retrospectivamente en lugar de dirigir. No obstante, es importante reconocer que estos experimentos se centran en decisiones motoras simples, y su aplicabilidad a procesos deliberativos complejos, como la planificación ética, sigue siendo debatida (Schurger et al., 2012). Aunque el compatibilismo ofrece un marco práctico para la responsabilidad social, su redefinición de la libertad como acción "coherente con motivos" puede parecer insuficiente para quienes buscan una libertad más sustancial.
B. Libertarismo metafísico: la falacia de la autocreación
El libertarismo metafísico, defendido por autores como Robert Kane (1996) y Peter van Inwagen (1983), propone momentos de indeterminación donde el agente elegiría libremente. Esta postura requiere que el sujeto sea causa sui, una noción lógicamente problemática, como argumenta Strawson (1994): no podemos ser responsables de ser quienes somos, ni de los procesos cerebrales que nos determinan.
La física tampoco respalda esta idea. Aunque la mecánica cuántica introduce elementos probabilísticos, las leyes cuánticas operan dentro de funciones de onda definidas (Carroll, 2016). La interpretación de los muchos mundos (Everett, 1957) lleva esto más lejos, sugiriendo que todos los caminos posibles se actualizan en universos paralelos, sin espacio para una elección libre. Sin embargo, otras interpretaciones, como la de Copenhague, introducen una aleatoriedad que, aunque no equivale a libertad, podría complicar la noción de un determinismo absoluto. Aun así, ninguna de estas interpretaciones apoya la idea de un agente que trascienda las leyes físicas.
C. Fenomenología de la libertad: el espejismo subjetivo
Jean-Paul Sartre (1943) describió al ser humano como “condenado a ser libre”, basándose en la experiencia subjetiva de elegir. Sin embargo, sentir libertad no implica poseerla. Como plantea Thomas Metzinger (2003), el cerebro construye ficciones adaptativas, y el “yo” no es un núcleo sustancial, sino una interfaz fenomenológica que enmascara procesos inconscientes. La vivencia de la libertad podría ser una función evolutiva que facilita la acción, pero no una prueba de su existencia ontológica.
II. Una arquitectura del destino: determinismo desde la física y la cosmología
Desde Newton, el universo se ha concebido como una máquina precisa. Pierre-Simon Laplace (1814/1951) imaginó que un intelecto capaz de conocer todas las variables del presente podría predecir el futuro con exactitud. La mecánica cuántica introduce incertidumbre (Heisenberg, 1927), pero esta es estadística, no libertad. La interpretación de los muchos mundos (Everett, 1957) refuerza el determinismo: todo lo posible ocurre por necesidad estructural. Sin embargo, otras interpretaciones, como la de Copenhague, sugieren que la aleatoriedad cuántica podría introducir un margen de indeterminación, aunque no equivale a libre albedrío. En cualquier caso, como sintetiza Sean Carroll (2016), no hay lugar para almas o libertades: somos lo que la materia hace en condiciones específicas.
La existencia de la Tierra, con su luna estabilizadora y un gigante gaseoso protector (Ward & Brownlee, 2000), parece improbable, pero no es diseño, sino un resultado estadístico dentro de leyes físicas. Lo improbable ocurre porque puede, no porque se elija.
III. Caos, fractales y entropía: la poesía de la inevitabilidad
La teoría del caos (Lorenz, 1963) muestra cómo sistemas deterministas pueden ser impredecibles, pero no libres. El “efecto mariposa” revela cómo pequeñas causas generan grandes consecuencias, siempre dentro de cadenas necesarias. Fractales como los de Mandelbrot (1983) o las bifurcaciones de Feigenbaum (1978) evidencian un orden profundo en lo caótico. La vida, como proceso termodinámico, no escapa a esta regla: es un estado de desequilibrio organizado que aumenta la entropía global (Prigogine & Stengers, 1984). Vivir es deteriorarse de forma estructurada.
IV. Neurociencia y evolución: máquinas que sueñan con libertad
Los estudios de Libet y sus sucesores sugieren que la voluntad consciente aparece después de la decisión neuronal. Metzinger (2009) propone que el “yo” es una alucinación evolutiva: no hay un núcleo consciente, sino una simulación que permite navegar el entorno. Sin embargo, investigaciones más recientes (Schurger et al., 2012) sugieren que los “potenciales de preparación” observados por Libet podrían reflejar ruido neuronal aleatorio, lo que matiza la idea de que la conciencia es puramente epifenoménica. Aun así, la selección natural no premia la verdad, sino la utilidad (Trivers, 2011). La ilusión del albedrío pudo haber evolucionado como un mecanismo de cohesión social, facilitando el castigo, la planificación y la empatía.
V. Argumentos lógicos y matemáticos: la paradoja del agente sin origen
Lógicamente, el libre albedrío exige una causa sin causa, una noción absurda. Derk Pereboom (2001) lo expone con claridad: nada puede ser causa de sí mismo sin caer en una regresión infinita. La matemática de sistemas complejos (Strogatz, 2018) y la lógica modal (Plantinga, 1974) refuerzan esta idea: toda decisión es consecuencia de condiciones estructurales, y los mundos posibles están determinados por su lógica interna.
VI. Hacia una ética determinista: compasión en acción
Aceptar el determinismo duro no lleva al nihilismo, sino a una ética que reconoce la fragilidad humana. Si nuestras acciones están determinadas por cadenas causales, la culpa absoluta pierde sentido, y el castigo debe ceder paso a la comprensión y la rehabilitación. Por ejemplo, en un sistema judicial, esto podría traducirse en un enfoque centrado en prevenir el daño y rehabilitar al infractor, en lugar de infligir sufrimiento como retribución. En la educación, implicaría diseñar entornos que maximicen el potencial humano, reconociendo las limitaciones impuestas por la biología y el contexto social.
Esta ética no elimina la responsabilidad práctica: las sociedades necesitan reglas para funcionar. Sin embargo, estas reglas deben basarse en la utilidad colectiva, no en nociones de culpa moral absoluta. Como sugiere Dennett (1995), podemos preservar la cohesión social sin requerir libre albedrío, enfocándonos en disuadir comportamientos dañinos y fomentar la cooperación.
Conclusión: la dignidad de lo necesario
Aceptar el determinismo duro no es rendirse, sino alcanzar una forma de lucidez compasiva. No somos autores de nuestro ser, pero somos testigos de él. No elegimos nuestra biología ni nuestras circunstancias, pero podemos comprenderlas. En esa comprensión se gesta una ética sin dogmas, que no castiga, sino que acompaña; que no exige heroísmos, sino que reconoce la danza de causas que somos. Como escribió Nietzsche (1886/2006): amor fati, amar el destino. En la aceptación de nuestra inevitabilidad podría radicar la forma más profunda de dignidad humana.
Referencias
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Carroll, S. (2016). The Big Picture: On the Origins of Life, Meaning, and the Universe Itself. Dutton.
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