lunes, 9 de junio de 2025

El eros, artificio de la química: del instinto a la simulación posmoderna

No hay necesidad de poetas si el mundo fuese absolutamente literal.

Pero incluso el más frío de los biólogos guarda en su lengua una metáfora: cuando habla de neurotransmisores como mensajeros, de hormonas como intérpretes del apego, o de los genes como egoístas. La biología, si se la escucha con oídos atentos, también canta.

Y lo que canta con especial ironía es el amor: ese residuo de dopamina disfrazado de eternidad, ese espejismo semántico que los siglos fueron maquillando de infinito.

Dios no inventó el amor: lo hizo la necesidad.

Y no fue una necesidad metafísica ni espiritual, sino genética.

Jared Diamond (1991), en El tercer chimpancé, lo expone sin ambages: somos animales. Animales con lenguaje, sí; con arte, sí; con angustia, sí… pero ante todo, con un linaje evolutivo que no nos permite inventarnos ex nihilo. El amor, en este marco, no es más que una sofisticada estrategia reproductiva. Una trampa amable tejida por la evolución para que cuidemos juntos a la cría indefensa que no puede caminar durante años.

De la primera oxitocina al último poema, el amor ha sido una negociación química adornada de símbolos.

Desde la Antigüedad se ha intentado domesticar el deseo: Platón lo elevó hacia lo eterno, los trovadores lo ennoblecieron con cortesía, los románticos lo declararon salvación.

Pero siempre, debajo de los himnos, estaba el cuerpo. El cuerpo que segrega, que espera, que se apega. El cuerpo que, como recuerda Helen Fisher (2004), actúa primero, pregunta después.

La conciencia, al despertar, no comprendió lo que sentía, así que invirtió su energía en nombrarlo. El eros se volvió poesía, ritual, mito. Se le otorgó una forma divina, una misión trascendente, una lógica narrativa. Así nació la semantización del amor romántico: el proceso de convertir el impulso en relato, el placer en promesa, el apareamiento en sentido.

Fue durante el Romanticismo que esta construcción alcanzó su cúspide simbólica.

Allí, el amor dejó de ser vínculo para convertirse en destino. No bastaba amar: había que arder, perder la razón, morir si era necesario. Werther no es un personaje: es la metáfora última de una civilización que necesitaba creer que el amor redime.

Pero el amor no redime. Solo nos sujeta el tiempo suficiente como para criar juntos a otro ejemplar de la especie, y luego, si queda energía, nos permite seguir anhelando lo que ya no existe.

El siglo XX, con sus guerras, sus laboratorios y sus psicoanálisis, desnudó el artificio.

Freud diría que todo deseo es repetición de una falta infantil; Simone de Beauvoir que el amor es esclavitud femenina; Schopenhauer que es la voluntad de vivir disfrazada de belleza.

Y sin embargo, el siglo XXI ha ido aún más lejos: ha vaciado el amor de toda pretensión simbólica y lo ha puesto al servicio del mercado.

Bauman (2003) lo llamó “amor líquido”, pero podría haberse llamado “amor envasado”.

Han (2012) lo percibe como un eros anestesiado, donde el otro no es alteridad sino espejo.

Las aplicaciones de citas, los algoritmos del deseo, las promesas efímeras de conexión digital, todo convierte al amor en un simulacro sin tiempo ni hondura.

No se busca amar: se busca ser elegido, recibir atención, sentirse validado.

Y sin embargo, incluso entre los que piensan con lucidez, el amor sigue doliendo cuando no llega.

Porque saber no impide sentir.

Porque la conciencia, que nació para comprender, también nació demasiado tarde como para desactivar el instinto.

Y aquí yace la tragedia: queremos racionalizar lo que nos posee desde adentro.

Quizás sea hora de dejar de idealizar. De comprender que no somos más que química que aprendió a narrarse a sí misma. Que el amor no es una meta ni un premio, sino una función emergente del cerebro mamífero revestida de símbolos para organizar sociedades.

Como sugiere Diamond (1991), si queremos entender por qué amamos como amamos, debemos mirar al chimpancé antes que al poeta.

Pero si ya hemos desmontado el amor romántico, si la posmodernidad lo ha desintegrado en likes y perfiles, ¿qué queda?

Quizás —y este es el punto de inflexión— sea momento de volver a los instintos, pero no para celebrarlos, sino para repensarlos.

La semantización del amor nos permitió sobrevivir como especie compleja. Hoy, esa semántica está obsoleta.

Y lo que se necesita no es volver al pasado romántico, sino diseñar una nueva ética del eros: no idealista, sino pragmática. No salvadora, sino humana.

Amar, entonces, podría no ser una revelación divina, sino un arte humilde: el arte de convivir con nuestras reacciones químicas sin idolatrarlas. El arte de ofrecer afecto sin pedir redención. El arte de nombrar el deseo sin convertirlo en trampa.


Referencias

Bauman, Z. (2003). Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Fondo de Cultura Económica.

Dawkins, R. (1976). The Selfish Gene. Oxford University Press.

Diamond, J. (1991). The Third Chimpanzee: The Evolution and Future of the Human Animal. HarperCollins.

Fisher, H. (2004). Why We Love: The Nature and Chemistry of Romantic Love. Henry Holt and Company.

Han, B.-C. (2012). La agonía del eros. Herder.

Monod, J. (1970). Le hasard et la nécessité. Seuil.

Schopenhauer, A. (2006). El mundo como voluntad y representación (Vol. I). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1818).

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