jueves, 2 de noviembre de 2017

La Puerta (por Gaburah L. Michel)

De Bosnia-Herzegovina a Japón, de Ruanda a Estados Unidos, de Bolivia hasta el mismísimo infierno; me fui dando cuenta, mientras leía “La Puerta” de Daniel Averanga, que la multitudinaria fauna de pesadillas que habita el planeta Tierra no se limita únicamente a la imaginación del ser humano, sino que esa espesura de maldad, dolor y martirio es tan palpable como nuestros propios cuerpos. Asumí entonces, por signos inefables, que Daniel decidió empezar su novela con ese toque turístico en cuyo paquete queda incluida la visita al museo de los fetiches más retorcidos de maníacos y psicópatas, para capturar a los incautos que hacemos turismo en el inframundo. Es de esa manera que empezó la novela, fue así como me capturó; viajando por las pesadillas de cada continente.

Lo que vino después tenía sabor a localía, a esa incidente paranoia hacia lo arcano, lo megalítico y ancestral. ¿Qué podría esperar uno al abrir una puerta? Existen miles de posibilidades, pero jamás alguien podría esperar que la muerte coexista dentro de la misma puerta, abyecta en su ser como un parásito purulento, totalmente ajena a los umbrales que la rodean. Y claro está, nada mejor que rememorar la niñez para recordar el porqué de todos los miedos. Entonces ahí estaban, un grupo de niños en un aula de una maldita escuela de Ciudad Satélite, rodeados de una maldad y corrupción como solo a Cthulhu podría ocurrírsele. Un asesino de apellido con dejo italiano, totalmente servil a la causa de la nigromancia. Adolescentes e infantes masacrados bruñendo las garras del demonio. Y un misterio, un gran misterio.

Cuando recuerdo los días de tétrica compañía que viví junto a “La Puerta”, no puedo evitar rememorar “El Descenso” de Jeff Long, o “La casa en el confín de la tierra” de Hope Hodson; lo digo porque cada una de estas obras es poseedora de una médula linfática en común: lo sobrenatural. Médula por que el hilo conductor siempre estriba en el enigma de lo atávico, y linfático por la inminente presencia del cuestionamiento a lo existente desde el ángulo de la muerte, eso en desmedro de la sangre dadora de vida. Es linfa, pura linfa; “La Puerta” es ese escalofrío atestado de macrófagos que terminarán, tarde o temprano, por coagularte el alma durante unos segundos. Entonces el misterio empieza a respirarte, a usarte como hematíes para alimentar su propia postura de sentido. Frente a ti está aquello que niegas ver de frente, estás ante la maldad, y entonces existe esa puerta endemoniada cuyo aspecto descuidado no inspira sospecha desde el inicio. Es así como la lectura sigue su curso y entonces, cuando menos lo esperas, resulta realmente complicado dejar de leer. No, no logras detenerte. No porque Daniel haya seguido meticulosamente una disciplina narrativa que siempre funciona. No es por el hecho de llegar al trasfondo de las muertes, las torturas y las masacres. No es por tratar de vislumbrar un desenlace que acabe con la pesadilla. Se trata de algo mucho más inmerso en lo paranormal.

Quizás “La Puerta” de Daniel Averanga sea un libro maldito. Es posible que los demonios
que fueron invocados en las páginas de esa obra se rehúsen a ser postergados a la imaginación del lector. No importa saberlo. Los cerdos-humanos de Hodson y los abisales de Long hacen uso y abuso del lector para trascender al mundo de los vivos; por eso mismo, siendo totalmente parapsicológico en esto, podría jurar que el demonio que habita en “La Puerta” hará algo muy similar con sus lectores. Es un riesgo realmente seductor, muy seductor. Recordaré eso, como aprendiz de escritor, cuando me toque dejar “mala leche” en aquellos que compartan mis pesadillas. El resto se lo dejo a Daniel, después de todo él es el experto en terror, masacres, muertes, sufrimiento, demonología y otras oscuridades.

   

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