Este ensayo propone una ontología del sufrimiento humano desde el prisma de la hiperreactividad emocional, evitando tanto el reduccionismo clínico como el idealismo metafísico. Inspirado en un materialismo crítico existencial, se parte de una crítica epistemológica a la categoría clínica de "personas altamente sensibles" (PAS) propuesta por Elaine Aron, y se plantea en su lugar una teoría de la reactividad como marco biológico, evolutivo y ontológico. Se emplearán analogías que comparan al humano con piezas de tecnología, con el fin de describir la arquitectura del sistema emocional humano, su emergencia, límites y su inevitable colisión con las exigencias de la posmodernidad. El ensayo concluye con un manifiesto de aceptación lúcida y resignación ética dirigida al sujeto hiperreactivo, no como patología, sino como testigo de la imposibilidad y del exceso.
I. El mito PAS como punto de partida
La propuesta de Elaine Aron respecto de los llamados "Highly Sensitive Persons" (PAS) carece de la validación científica rigurosa que se exige a los marcos diagnósticos clínicos. Sin embargo, no por ello debe descartarse de inmediato. Su valor no es empírico sino metafórico: describe un perfil de sufrimiento emocional que escapa a la lógica categorial de la clínica tradicional. El concepto de “alta sensibilidad” actúa entonces como un significante provisorio que abre la posibilidad de repensar, bajo una ontología materialista, el fenómeno de la hiperreactividad.
En vez de sensibilidad, es preferible hablar de reactividad emocional. No se trata de cuánto se siente, sino de cómo y con qué intensidad se reacciona frente al mundo. Este desplazamiento conceptual será la columna vertebral de este abordaje de la alta sensibilidad.
II. De los instintos al reactor nuclear: anatomía del sistema emocional
Imaginemos que el sistema emocional humano es como el BIOS de una computadora: un componente basal, invisible, donde se programan los umbrales de sensibilidad, alerta y recompensa; repositorio de los instintos básicos tales como el de supervivencia, reproducción o peligro; periférico e independiente de la consciencia. Es decir, el cuerpo físico y anatómico que sostiene el subconscientee e inconsciente jungiano. Este sistema precede al sistema operativo que llamamos razón, y lo condiciona desde lo más profundo del hardware neuronal.
En este marco conceptual, la hiperreactividad emocional puede explicarse anatómicamente como:
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Amigdala agrandada y mayor conectividad con corteza cingulada anterior (Etkin et al., 2011; Buckholtz et al., 2016).
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Elevada secreción de cortisol por el eje HPA hiperactivo (Miller et al., 2007).
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Polimorfismos como 5-HTTLPR y SLC6A4 asociados a reactividad prenatal al estrés (Caspi et al., 2003; DiPietro et al., 2002).
Estas estructuras neurológicas conforman el BIOS emocional —un hardware instintivo— sobre el cual se ejecuta luego la conciencia semántica: un sistema operativo emergente desde la complejidad.
Ahora bien, una metáfora aún más precisa para la hiperreactividad nos la puede brindar los elementos básicos de funcionamiento de un reactor nuclear soviético del tipo RBMK. En este modelo alegórico, hipotético e imaginario:
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La reactividad es la predisposición innata a generar energía emocional intensa.
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El agua representa la homeostasis emocional: la capacidad físico-anatómica de mantener la temperatura psíquica dentro de rangos soportables, con una bioquímica regulada y armónica en el sistema nervioso.
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El combustible nuclear son las experiencias sensibles del mundo.
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Las barras de grafito representan los mecanismos de regulación: terapia, psicofármacos, espiritualidad, arte, filosofía.
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El coeficiente de vacío negativo simboliza todos aquellos elementos del contexto y el entorno que, en consonancia con el tipo de individualidad subjetiva, promueve armonía espontánea en los neurotípicos, pero que queda ineficiente o insuficiente en el caso de los neurodivergentes. (Entendiendo "neurotípicos o "neurodivergentes" solo como una simplificación ilustrativa y no como una descripción precisa, absoluta y proba de la diversidad neuronal)
Cuando este reactor entra en fase de sobrecalentamiento —es decir, cuando un sujeto hiperreactivo se ve sometido a una carga emocional intensa sin recursos de contención—, el resultado es una fisión emocional que puede devenir colapso. Lo que entendemos como "toxicidad en la personalidad", puede ser interpretada en esta metáfora como "radioactividad emocional", "isótopos peligrosos de armagura e ira", emitidos por doquier y sostenidos en la vida simbólica. Esta comparación nos permite permear algo en común entre los elementos comparados: afectan negativamente a otras personas y las contaminan. Todo, resultado de un desequilibrio.
Esta arquitectura emocional no es exclusiva del ser humano. La compartimos, en grados distintos, con otros animales complejos. Pero sólo el Homo sapiens ha alcanzado el nivel de semantización y autoreflexión capaz de transformar el dolor en problema ontológico.
III. Emergencia de la razón: del input al juicio
La cognición humana, en esta metáfora, equivale al sistema operativo: el kernel que interpreta los datos sensoriales, las emociones y los deseos. El "Windows" del cerebro humano, por decirlo de otro modo. Pero este sistema operativo no flota en el vacío; está construido sobre un hardware determinado por la genética, moldeado por el entorno, y expresado informáticamente en el software de la "BIOS" humana que, como se dijo antes, son las emociones e instintos.
El lenguaje humano —en su acepción semántica más amplia— es nuestro lenguaje de programación. No sólo el habla, sino la percepción estética, la narrativa del yo, el sentido de justicia, forman parte de este código simbólico que opera el "Windows" del cerebro.
Sin embargo, es clave entender que todo esto surge después de la emoción. Primero sentimos, luego razonamos. Como un sistema de input/output: estímulo, emoción, procesamiento, juicio. Es aquí donde la hiperreactividad cobra su peso insoportable: una emoción que llega con fuerza antes de que el sistema operativo pueda responder.
IV. Plasticidad con límites: el contexto y la trampa genética
Sabemos que el cerebro es plástico, pero no infinitamente. Casos como los de ciegos que reinterpretan la audición o el tacto como navegación espacial son prueba de que el sistema nervioso es maleable. Pero esa maleabilidad tiene bordes. Enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer lo evidencian: cuando se daña la neuroanatomía, desaparece la qualia, la experiencia, la memoria del yo.
Esto refuerza la tesis de que somos nuestro cerebro, y que tanto el sentir como el razonar emergen de su configuración. Esta configuración depende de dos factores: genética y contexto. Pero sólo uno de ellos es inmodificable: la genética. Por tanto, la idea de libertad absoluta queda radicalmente cuestionada. Nuestros deseos, nuestras reacciones, nuestra forma de sentir y pensar, están determinadas por estructuras que no elegimos.
V. Neurotipicidad, neurodivergencia y la lotería del contexto
Proponemos ahora una categoría más amplia que la de PAS: la de hiperreactividad sostenida como neurodivergencia emocional. En esta teoría:
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Todo humano tiene momentos de hiper e hiporeactividad.
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El neurotípico es quien equilibra ambas de manera "automática".
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El neurodivergente es quien padece un desequilibrio sostenido.
La hiperreactividad es una forma de ser. Tiene sus ventajas: sensibilidad estética, profundidad reflexiva, creatividad, vocación empática. Pero también es dolorosa, agotadora, demoledora. No es una patología, pero sí una vulnerabilidad biológica frente a un mundo que no fue diseñado para hospedarla.
En la posmodernidad —líquida, productivista, sin narrativas trascendentes— el hiperreactivo se encuentra huérfano ontológico. Su dolor es incomunicable, y cuando se comunica es trivializado. Vive en un contexto que exige funcionalidad, resiliencia, productividad, cuando él necesita contención, escucha, lentitud. En términos de Chul-Han, vivimos en una autoexplotación que solo premia la competitividad, y en términos de Bauman, dicha auto-explotación es dialécticamente líquida, lo cual permite que auto-justifiquemos nuestro dolor bajo la quimera del progreso y las experiencias performativas. Esto, para el hiperreactivo, es el infierno de Dante en términos poéticos; pero innegable aceptar que es, a su vez, semillero de oportunidades para el individuo postor de una tendencia al equilibrio emocional que sufre un desapego utilitarista.
VI. El umbral del dolor ontológico
El sufrimiento humano, a diferencia del animal, tiene un componente simbólico. El dolor físico es compartido por todas las especies, pero el dolor ontológico es una exclusividad del Homo sapiens. Es tan feroz que puede llevar al suicidio. Es el dolor de no encontrar sentido, de saber que lo que duele no tiene remedio, ni lenguaje, ni redención.
El hiperreactivo, por estructura, tiene un umbral ontológico más bajo. Y eso no lo hace débil: lo hace trágico. Lo pone más cerca de Antígona que de Edipo. No cae por orgullo, sino por sobre experimentar el dolor más allá de sus límites neurales. El mundo le duele demasiado porque lo siente demasiado, y esa bruma de sensaciones y emociones pueden nublar el juicio. Así, el hiperreactivo se entregará a toda narrativa metafísica que justifique su dolor antes que resignarse al vacío. Así nace una categoría paroxística de fanático y apasionado de sus propios significados, y éstos, sin guía, se hacen peligrosos, histriónicos, a veces incluso violentos. El hiperreactivo está llamado a aceptar su dolor, pues solo aceptándolo es posible entenderlo y por consecuencia, habitarlo sin afectarse negativamente a sí mismo ni a los demás.
VII. Aceptar la condena, sin rendirse
La posmodernidad no ofrece cambios estructurales que abracen al hiperreactivo. Las excepciones existen, pero son aleatorias. No podemos planificar una vida hiperreactiva en armonía sin antes establecer protocolos de acción para surfear en la intensidad. Siendo así, sólo podemos crear microrrelatos que amortigüen el impacto del dolor. La agencia del hiperreactivo sobre su sentir es tan límitado como el código fuente que use para reprogramar su propio "Windows" cerebral. La terapia y los abordajes farmacéuticos y psquiátricos siempre pueden ayudar, pero no son la solución a un dolor irresoluble. Si existe una solución, esta solo puede venir de la integración de un significante lleno de símbolos que sean un "algo" para el sobre-sintiente. Esto decae por la propia gravedad de su lógica en la máxima y famosa Nietzschiana: "quien tiene un porqué, puede soportar cualquier cómo".
Bajo esta forma de razonar, el primer paso no es buscar solución propiamente, sino asumir la verdad brutal: estás solo. El hiperreactivo debe aceptar que el contexto difícilmente resonará con su intensidad. Pero sobrevivir a esa aceptación, atravezar el dolor de saberse uno mismo exiliado del mundo, entonces se hace posible crear una narrativa propia, no para curarse, sino para habitarse en una forma de existir que ha dolido, duele, dolerá, pero se vivirá.
El sufrimiento no es una falla. Es parte de nuestra arquitectura. No hay que intentar extirparl, sino. aprender a modular la reacción ante el sufrimiento, aunque no se pueda cambiar la forma de sentir. La vida del hiperreactivo no será ligera. Pero puede ser lúcida. Y la lucidez, cuando deja de ser condena, es la forma más alta de la dignidad.
📚 Bibliografía
Aron, E., & Aron, A. (1997). The Highly Sensitive Person. Broadway Books.
Buckholtz, J. W., et al. (2016). Brain connectivity in emotion processing. Journal of Neuroscience.
Caspi, A., et al. (2003). Influence of life stress on depression: moderation by a polymorphism in the 5-HTT gene. Science, 301(5631), 386–389.
DiPietro, J. A., et al. (2002). Fetal stress response persists postpartum. Developmental Psychobiology.
Etkin, A., et al. (2011). Amygdala activation to emotional stimuli. Nature Neuroscience.
Jung, C. G. (1969). The Archetypes and the Collective Unconscious. Princeton University Press.
Lewis-Williams, D. (2002). The Mind in the Cave: Consciousness and the Origins of Art. Thames & Hudson.
Miller, G. E., et al. (2007). Chronic stress and cortisol levels. Psychoneuroendocrinology.
Bauman, Z. (2000). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.
Han, B. C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.
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Nietzsche, F. (1889). El crepúsculo de los ídolos.