jueves, 26 de junio de 2025

El problema del libre albedrío: hacia una crítica consciente


¿Cuántos errores hemos cometido a nombre del libre albedrío? ¿Cuántas estructuras sociales, económicas y morales hemos edificado sobre la premisa de la agencia humana como si fuera una verdad incuestionable? Desde la aspiración igualitaria del marxismo, que presume sujetos emancipables, hasta el individualismo del libertarianismo meritocrático, que exalta la autoeficacia como dogma, gran parte del edificio ético-político moderno descansa en una idea: que el ser humano es libre, consciente, dueño de sí y, por tanto, plenamente responsable. Esta premisa, aunque raramente explicitada, opera como un pilar tácito, un supuesto secularizado que sostiene la moral contemporánea de la responsabilidad.

La posmodernidad neoliberal, como la describe Byung-Chul Han (2012), se caracteriza por un exceso de positividad, donde cada sujeto es empresario de sí mismo, responsable último de su éxito o su miseria. En este contexto, el fracaso no admite excusas: si caes, es por falta de voluntad. La sociedad no ofrece redención para el caído, porque presupone que todos partimos de un mismo punto de partida y con igual capacidad de decidir.

Pero ¿qué ocurre si esa voluntad no es más que una construcción? ¿Qué sucede si el libre albedrío es una ilusión funcional, tejida por una maquinaria cerebral sujeta a leyes físicas ineludibles? Este ensayo se propone cuestionar esa ilusión, no para despojar al ser humano de su valor, sino para ofrecer una comprensión más lúcida y compasiva de su condición. Desde la física hasta la neurociencia, desde la biología evolutiva hasta la lógica filosófica, se argumentará en favor del determinismo duro: nuestras acciones no son libres, sino el resultado inevitable de cadenas causales que trascienden nuestra conciencia y nuestra voluntad. Como advierte Galen Strawson (1994), ninguna criatura puede ser causa de sí misma, y la responsabilidad moral absoluta se desvanece como un espejismo.

Aceptar este marco no implica abrazar el nihilismo, sino abrir la puerta a una ética distinta: una que reconozca que tras cada crimen, error o fracaso no hay una voluntad maligna, sino un organismo humano condicionado por una infinidad de variables físicas, químicas y sociales. En ese reconocimiento podría radicar una forma más humana de justicia.


I. Las últimas trincheras del albedrío: refutación de sus principales defensas

A pesar de los avances de las ciencias naturales y cognitivas, el libre albedrío persiste como una creencia atractiva. Sus principales defensas se agrupan en tres: el compatibilismo, el libertarismo metafísico y la fenomenología de la libertad. Cada una será examinada críticamente, considerando tanto sus méritos como sus limitaciones.


A. Compatibilismo: redefinir la libertad, pero ¿a qué costo?

El compatibilismo, defendido por autores como Daniel Dennett (2003) y Harry Frankfurt (1971), sostiene que somos libres si actuamos conforme a nuestras motivaciones internas, aunque estas estén causalmente determinadas. Esta postura busca reconciliar el determinismo con la responsabilidad moral, argumentando que la libertad no requiere una ruptura con las leyes causales, sino coherencia entre nuestras acciones y nuestros deseos. Sin embargo, como señala Strawson (1994), esto parece confundir autonomía psicológica con libertad ontológica. Si nuestros deseos y creencias —formados por genética, crianza y cultura— no son elegidos, ¿en qué sentido somos libres?

La neurociencia ha desafiado esta noción. Estudios como los de Libet (1985), Soon et al. (2008) y Fried et al. (2011) muestran que el cerebro inicia acciones antes de que el sujeto sea consciente de su decisión, sugiriendo que el yo racional interpreta retrospectivamente en lugar de dirigir. No obstante, es importante reconocer que estos experimentos se centran en decisiones motoras simples, y su aplicabilidad a procesos deliberativos complejos, como la planificación ética, sigue siendo debatida (Schurger et al., 2012). Aunque el compatibilismo ofrece un marco práctico para la responsabilidad social, su redefinición de la libertad como acción "coherente con motivos" puede parecer insuficiente para quienes buscan una libertad más sustancial.


B. Libertarismo metafísico: la falacia de la autocreación

El libertarismo metafísico, defendido por autores como Robert Kane (1996) y Peter van Inwagen (1983), propone momentos de indeterminación donde el agente elegiría libremente. Esta postura requiere que el sujeto sea causa sui, una noción lógicamente problemática, como argumenta Strawson (1994): no podemos ser responsables de ser quienes somos, ni de los procesos cerebrales que nos determinan.

La física tampoco respalda esta idea. Aunque la mecánica cuántica introduce elementos probabilísticos, las leyes cuánticas operan dentro de funciones de onda definidas (Carroll, 2016). La interpretación de los muchos mundos (Everett, 1957) lleva esto más lejos, sugiriendo que todos los caminos posibles se actualizan en universos paralelos, sin espacio para una elección libre. Sin embargo, otras interpretaciones, como la de Copenhague, introducen una aleatoriedad que, aunque no equivale a libertad, podría complicar la noción de un determinismo absoluto. Aun así, ninguna de estas interpretaciones apoya la idea de un agente que trascienda las leyes físicas.


C. Fenomenología de la libertad: el espejismo subjetivo

Jean-Paul Sartre (1943) describió al ser humano como “condenado a ser libre”, basándose en la experiencia subjetiva de elegir. Sin embargo, sentir libertad no implica poseerla. Como plantea Thomas Metzinger (2003), el cerebro construye ficciones adaptativas, y el “yo” no es un núcleo sustancial, sino una interfaz fenomenológica que enmascara procesos inconscientes. La vivencia de la libertad podría ser una función evolutiva que facilita la acción, pero no una prueba de su existencia ontológica.


II. Una arquitectura del destino: determinismo desde la física y la cosmología

Desde Newton, el universo se ha concebido como una máquina precisa. Pierre-Simon Laplace (1814/1951) imaginó que un intelecto capaz de conocer todas las variables del presente podría predecir el futuro con exactitud. La mecánica cuántica introduce incertidumbre (Heisenberg, 1927), pero esta es estadística, no libertad. La interpretación de los muchos mundos (Everett, 1957) refuerza el determinismo: todo lo posible ocurre por necesidad estructural. Sin embargo, otras interpretaciones, como la de Copenhague, sugieren que la aleatoriedad cuántica podría introducir un margen de indeterminación, aunque no equivale a libre albedrío. En cualquier caso, como sintetiza Sean Carroll (2016), no hay lugar para almas o libertades: somos lo que la materia hace en condiciones específicas.

La existencia de la Tierra, con su luna estabilizadora y un gigante gaseoso protector (Ward & Brownlee, 2000), parece improbable, pero no es diseño, sino un resultado estadístico dentro de leyes físicas. Lo improbable ocurre porque puede, no porque se elija.


III. Caos, fractales y entropía: la poesía de la inevitabilidad

La teoría del caos (Lorenz, 1963) muestra cómo sistemas deterministas pueden ser impredecibles, pero no libres. El “efecto mariposa” revela cómo pequeñas causas generan grandes consecuencias, siempre dentro de cadenas necesarias. Fractales como los de Mandelbrot (1983) o las bifurcaciones de Feigenbaum (1978) evidencian un orden profundo en lo caótico. La vida, como proceso termodinámico, no escapa a esta regla: es un estado de desequilibrio organizado que aumenta la entropía global (Prigogine & Stengers, 1984). Vivir es deteriorarse de forma estructurada.


IV. Neurociencia y evolución: máquinas que sueñan con libertad

Los estudios de Libet y sus sucesores sugieren que la voluntad consciente aparece después de la decisión neuronal. Metzinger (2009) propone que el “yo” es una alucinación evolutiva: no hay un núcleo consciente, sino una simulación que permite navegar el entorno. Sin embargo, investigaciones más recientes (Schurger et al., 2012) sugieren que los “potenciales de preparación” observados por Libet podrían reflejar ruido neuronal aleatorio, lo que matiza la idea de que la conciencia es puramente epifenoménica. Aun así, la selección natural no premia la verdad, sino la utilidad (Trivers, 2011). La ilusión del albedrío pudo haber evolucionado como un mecanismo de cohesión social, facilitando el castigo, la planificación y la empatía.


V. Argumentos lógicos y matemáticos: la paradoja del agente sin origen

Lógicamente, el libre albedrío exige una causa sin causa, una noción absurda. Derk Pereboom (2001) lo expone con claridad: nada puede ser causa de sí mismo sin caer en una regresión infinita. La matemática de sistemas complejos (Strogatz, 2018) y la lógica modal (Plantinga, 1974) refuerzan esta idea: toda decisión es consecuencia de condiciones estructurales, y los mundos posibles están determinados por su lógica interna.


VI. Hacia una ética determinista: compasión en acción

Aceptar el determinismo duro no lleva al nihilismo, sino a una ética que reconoce la fragilidad humana. Si nuestras acciones están determinadas por cadenas causales, la culpa absoluta pierde sentido, y el castigo debe ceder paso a la comprensión y la rehabilitación. Por ejemplo, en un sistema judicial, esto podría traducirse en un enfoque centrado en prevenir el daño y rehabilitar al infractor, en lugar de infligir sufrimiento como retribución. En la educación, implicaría diseñar entornos que maximicen el potencial humano, reconociendo las limitaciones impuestas por la biología y el contexto social.

Esta ética no elimina la responsabilidad práctica: las sociedades necesitan reglas para funcionar. Sin embargo, estas reglas deben basarse en la utilidad colectiva, no en nociones de culpa moral absoluta. Como sugiere Dennett (1995), podemos preservar la cohesión social sin requerir libre albedrío, enfocándonos en disuadir comportamientos dañinos y fomentar la cooperación.


Conclusión: la dignidad de lo necesario

Aceptar el determinismo duro no es rendirse, sino alcanzar una forma de lucidez compasiva. No somos autores de nuestro ser, pero somos testigos de él. No elegimos nuestra biología ni nuestras circunstancias, pero podemos comprenderlas. En esa comprensión se gesta una ética sin dogmas, que no castiga, sino que acompaña; que no exige heroísmos, sino que reconoce la danza de causas que somos. Como escribió Nietzsche (1886/2006): amor fati, amar el destino. En la aceptación de nuestra inevitabilidad podría radicar la forma más profunda de dignidad humana.


Referencias

Born, M. (1926). Zur Quantenmechanik der Stoßvorgänge. Zeitschrift für Physik, 37(12), 863–867.
Carroll, S. (2016). The Big Picture: On the Origins of Life, Meaning, and the Universe Itself. Dutton.
Churchland, P. S. (1981). Eliminative materialism and the propositional attitudes. The Journal of Philosophy, 78(2), 67–90.
Dennett, D. C. (1991). Consciousness Explained. Little, Brown.
Dennett, D. C. (2003). Freedom Evolves. Viking.
Everett, H. (1957). "Relative State" formulation of quantum mechanics. Reviews of Modern Physics, 29(3), 454–462.
Feigenbaum, M. J. (1978). Quantitative universality for a class of nonlinear transformations. Journal of Statistical Physics, 19(1), 25–52.
Frankfurt, H. G. (1971). Freedom of the Will and the Concept of a Person. Journal of Philosophy, 68(1), 5–20.
Heisenberg, W. (1927). Über den anschaulichen Inhalt der quantentheoretischen Kinematik und Mechanik. Zeitschrift für Physik, 43, 172–198.
Kane, R. (1996). The Significance of Free Will. Oxford University Press.
Laplace, P.-S. (1951). A Philosophical Essay on Probabilities (F. W. Truscott & F. L. Emory, Trans.). Dover. (Original work published 1814)
Libet, B. (1985). Unconscious cerebral initiative and the role of conscious will in voluntary action. Behavioral and Brain Sciences, 8(4), 529–566.
Lorenz, E. N. (1963). Deterministic nonperiodic flow. Journal of the Atmospheric Sciences, 20(2), 130–141.
Mandelbrot, B. B. (1983). The Fractal Geometry of Nature. W. H. Freeman.
Metzinger, T. (2003). Being No One: The Self-Model Theory of Subjectivity. MIT Press.
Pereboom, D. (2001). Living Without Free Will. Cambridge University Press.
Plantinga, A. (1974). The Nature of Necessity. Clarendon Press.
Prigogine, I., & Stengers, I. (1984). Order Out of Chaos: Man’s New Dialogue with Nature. Bantam.
Sartre, J.-P. (1943). L'être et le néant. Gallimard.
Soon, C. S., Brass, M., Heinze, H. J., & Haynes, J.-D. (2008). Unconscious determinants of free decisions in the human brain. Nature Neuroscience, 11, 543–545.
Spinoza, B. (2008). Ética demostrada según el orden geométrico. Alianza. (Obra original publicada en 1677)
Strogatz, S. H. (2018). Nonlinear Dynamics and Chaos: With Applications to Physics, Biology, Chemistry, and Engineering. CRC Press.
Strawson, G. (1994). The impossibility of moral responsibility. Philosophical Studies, 75(1–2), 5–24.
Trivers, R. (2011). The Folly of Fools: The Logic of Deceit and Self-Deception in Human Life. Basic Books.
Ward, P. D., & Brownlee, D. (2000). Rare Earth: Why Complex Life Is Uncommon in the Universe. Springer-Verlag.

viernes, 13 de junio de 2025

Materialismo Crítico Existencial: una filosofía sin trascendencia

Resumen Este ensayo expone y fundamenta el concepto de Materialismo Crítico Existencial, una concepción ontológica y epistemológica que sostiene la suficiencia de la materia como fundamento último de la realidad, sin recurrir a ninguna trascendencia o metafísica idealista. A partir de la premisa de que la materia no es sólo presencia sino también ausencia, se argumenta que el ser es un tejido en constante tensión entre manifestaciones fenoménicas y huecos de inteligibilidad. Se propone que la ciencia, desde la mecánica cuántica hasta la biología evolutiva y la neurociencia, ofrece herramientas cada vez más precisas para una desmitologización radical del mundo. Se critica el idealismo contemporáneo representado por Richard Foster y David Chalmers, quienes reinciden en formas renovadas de dualismo disfrazadas de neutralidad ontológica. Se integran referencias de obras clave de la historia de la filosofía y la ciencia moderna.

Palabras clave: materialismo, existencia, semántica, crítica al idealismo, Chalmers, ciencia, metafísica


1. Introducción

El presente ensayo propone una definición y fundamentación filosófica del Materialismo Crítico Existencial, una postura que considera que la materia no es simplemente la sustancia tangible del mundo sino la totalidad del entramado que hace posible la existencia misma, tanto en su dimensión física como en su inteligibilidad. Esta perspectiva se distancia del materialismo clásico mecanicista y del materialismo dialéctico, al tiempo que se opone a las formas contemporáneas de idealismo representadas por autores como Foster y Chalmers. En su lugar, se propone una ontología material que incluye el sentido como emergencia cerebral sin necesidad de apelar a entidades metafísicas. La existencia, bajo esta lectura, no necesita una razón oculta: es un hecho que se despliega en capas de complejidad materiales que pueden ser progresivamente comprendidas.


2. Fundamento ontológico: materia como presencia y ausencia

Tradicionalmente, la materia ha sido comprendida como el substrato físico de lo real. Sin embargo, el Materialismo Crítico Existencial propone una ampliación de esta nocion: la materia es también ausencia, potencialidad no manifestada, laguna semántica que exige decodificación. Esta idea tiene ecos en la física cuántica moderna, donde el vacío no es una "nada" sino un campo con estructura (Drossel, 2001; Kauffman, 2000). Además, conceptos como el entrelazamiento cuántico y el principio de incertidumbre nos obligan a pensar la materia como algo que incluye relacionalidad, virtualidad y ausencia como parte de su modo de ser.

La filosofía presocrática, particularmente en Heráclito y Parménides, ya intuía esta ambigüedad fundamental del ser: la tensión entre el cambio y la permanencia, entre lo presente y lo latente. El Materialismo Crítico Existencial se alinea con esa tradición, pero bajo la luz de los descubrimientos científicos contemporáneos. Así, la vieja pregunta de Heidegger, «¿por qué hay ser y no más bien nada?», se reformula desde este materialismo crítico como: «¿por qué el ser emerge desde la complejidad de una materia en tensión entre presencias y ausencias?»


3. El rol de la ciencia: hacia una inteligibilidad sin mística

La historia de la ciencia ha sido una demolición progresiva de explicaciones mágicas y metafísicas. Desde Copérnico hasta la biología evolutiva (Darwin; Dawkins, 1976; Buss, 2003), y desde la neurociencia (Damasio, 1994) hasta la cosmología (Monod, 1970; Diamond, 1991), cada descubrimiento desplaza al sujeto humano del centro del cosmos. Sin embargo, esto no implica nihilismo sino una afirmación crítico-existencial del valor de entender lo real desde su base material, sin apelaciones sobrenaturales. Como lo plantea E.O. Wilson (1998), hay una posibilidad de consiliencia entre saberes que permite leer el mundo como totalidad coherente desde la base material.

Esta inteligibilidad progresiva es justamente lo que permite superar el argumento de la ignorancia: que haya cosas que aún no comprendemos no implica que requieran una explicación metafísica. Por el contrario, la ciencia ha mostrado una y otra vez que lo que antes era misterio hoy puede articularse mediante modelos y descripciones materiales (Dennett, 1995). Incluso problemas como la relación mente-cerebro se están acercando a descripciones plausibles, por más que aún incompletas, sin necesidad de suponer un alma o principio inmaterial.


4. Crítica al idealismo de Foster y Chalmers

Autores como Richard Foster y David Chalmers sostienen posturas que reinciden en el dualismo mente-cuerpo, incluso cuando se presentan como teorías neutrales o emergentistas. Chalmers (1996), con su famosa formulación del "problema difícil" de la conciencia, reintroduce una forma de dualismo disfrazado de neutralidad ontológica. El Materialismo Crítico Existencial objeta esta posición desde dos frentes: (1) la mente es un producto evolutivo y semántico del cerebro (Dennett, 1995; Aron, 1996), no un misterio inefable, y (2) toda teoría que presuma una entidad no reducible en principio a procesos materiales incurre en metafísica.

Foster, al sugerir la necesidad de una conciencia primaria irreductible, se inscribe en una tradición idealista que, aunque sofisticada, perpetúa una brecha innecesaria entre ser y conocer. En cambio, el materialismo crítico postula que la conciencia no es una entidad separada, sino una función emergente del cuerpo material. Como argumenta Schopenhauer (1818), el sujeto de conocimiento no es una entidad trascendente, sino un producto ilusorio de la voluntad que se objetiva en representación. Desde este punto de vista, toda metafísica de la mente es un epifenómeno del miedo humano a aceptar su condición radicalmente finita y material.


5. Semántica y materialidad

El Materialismo Crítico Existencial sostiene que el contacto consciente con la realidad ocurre solo a través de significados discernibles para el cerebro humano. Esta función semántica no es un misterio sino una propiedad emergente del sistema nervioso central, como ha sido argumentado por Wittgenstein (1953) y ampliado por Liane Gabora (2013). La semántica es una forma de materialidad compleja, no una ventana al mundo de las ideas. Es el producto de un animal simbólico (Cassirer, citado por Unamuno, 1913), atrapado en un mundo de significados construidos para la supervivencia.

La importancia de la semántica es radical: sin ella, no existe el "yo" ni la posibilidad de autoconciencia. Es el lenguaje, esa herramienta simbólica inscrita en circuitos neurales, lo que permite al humano organizar la experiencia, proyectarse en el tiempo, concebir el futuro y reconstruir el pasado. Como planteó Nietzsche (1886), el lenguaje no es un espejo de lo real, sino una metáfora endurecida que estructura la percepción del mundo. La semántica, entonces, no es un accesorio de la materia, sino una forma que adopta ésta cuando alcanza grados altos de organización y complejidad.

El ser humano es la única especie conocida que puede abstraer, metaforizar y estructurar sistemas simbólicos complejos. Esta capacidad semántica es lo que permite la filosofía misma: sin ella, la pregunta por el ser, por la muerte, por el sentido, ni siquiera podría formularse. En este punto, Simone Weil (1947) y Wittgenstein coinciden: el límite del lenguaje es el límite del mundo. Por eso, el materialismo crítico existencial considera que la semántica, lejos de contradecir la materia, la consuma.


6. Conclusión

El Materialismo Crítico Existencial es una filosofía de la inmanencia radical. Rechaza todo principio metafísico y se afirma en la materia como único fundamento del ser y del sentido. El mundo no necesita una razón trascendental para existir, ni la mente humana una chispa divina para semantizar la realidad. Esta postura no es un reduccionismo simplista, sino una ontología compleja, informada por la ciencia y la crítica filosófica, que ofrece una alternativa coherente frente a los dualismos persistentes del idealismo contemporáneo. En tanto tejido de presencias y ausencias, la materia es suficiente no solo para que algo exista, sino para que eso que existe pueda pensar, nombrar y resignificar su existencia. Y en ese acto semántico final, la materia se reconoce a sí misma.


Referencias

Aron, E. (1996). The Highly Sensitive Person. Broadway Books.

Benatar, D. (2006). Better Never to Have Been. Oxford University Press.

Buss, D. M. (2003). The Evolution of Desire. Basic Books.

Chalmers, D. (1996). The Conscious Mind. Oxford University Press.

Cioran, E. M. (1973). Breviario de podredumbre. Tusquets.

Damasio, A. (1994). Descartes' Error: Emotion, Reason, and the Human Brain. Putnam.

Dennett, D. (1995). Darwin's Dangerous Idea. Simon & Schuster.

Drossel, B. (2001). Biological Evolution and Statistical Physics. Springer.

E.O. Wilson. (1998). Consilience: The Unity of Knowledge. Vintage.

Gabora, L. (2013). An Evolutionary Framework for Culture. Physics of Life Reviews, 10(2), 117–145.

Heidegger, M. (1927). Sein und Zeit. Niemeyer.

Kauffman, S. (2000). Investigations. Oxford University Press.

Monod, J. (1970). Le Hasard et la Nécessité. Éditions du Seuil.

Nietzsche, F. (1886). Jenseits von Gut und Böse. C. G. Naumann.

Schopenhauer, A. (1818). Die Welt als Wille und Vorstellung. Brockhaus.

Simone Weil. (1947). La gravité et la grâce. Plon.

Unamuno, M. (1913). Del sentimiento trágico de la vida. Renacimiento.

Wittgenstein, L. (1953). Philosophical Investigations. Blackwell.

lunes, 9 de junio de 2025

El eros, artificio de la química: del instinto a la simulación posmoderna

No hay necesidad de poetas si el mundo fuese absolutamente literal.

Pero incluso el más frío de los biólogos guarda en su lengua una metáfora: cuando habla de neurotransmisores como mensajeros, de hormonas como intérpretes del apego, o de los genes como egoístas. La biología, si se la escucha con oídos atentos, también canta.

Y lo que canta con especial ironía es el amor: ese residuo de dopamina disfrazado de eternidad, ese espejismo semántico que los siglos fueron maquillando de infinito.

Dios no inventó el amor: lo hizo la necesidad.

Y no fue una necesidad metafísica ni espiritual, sino genética.

Jared Diamond (1991), en El tercer chimpancé, lo expone sin ambages: somos animales. Animales con lenguaje, sí; con arte, sí; con angustia, sí… pero ante todo, con un linaje evolutivo que no nos permite inventarnos ex nihilo. El amor, en este marco, no es más que una sofisticada estrategia reproductiva. Una trampa amable tejida por la evolución para que cuidemos juntos a la cría indefensa que no puede caminar durante años.

De la primera oxitocina al último poema, el amor ha sido una negociación química adornada de símbolos.

Desde la Antigüedad se ha intentado domesticar el deseo: Platón lo elevó hacia lo eterno, los trovadores lo ennoblecieron con cortesía, los románticos lo declararon salvación.

Pero siempre, debajo de los himnos, estaba el cuerpo. El cuerpo que segrega, que espera, que se apega. El cuerpo que, como recuerda Helen Fisher (2004), actúa primero, pregunta después.

La conciencia, al despertar, no comprendió lo que sentía, así que invirtió su energía en nombrarlo. El eros se volvió poesía, ritual, mito. Se le otorgó una forma divina, una misión trascendente, una lógica narrativa. Así nació la semantización del amor romántico: el proceso de convertir el impulso en relato, el placer en promesa, el apareamiento en sentido.

Fue durante el Romanticismo que esta construcción alcanzó su cúspide simbólica.

Allí, el amor dejó de ser vínculo para convertirse en destino. No bastaba amar: había que arder, perder la razón, morir si era necesario. Werther no es un personaje: es la metáfora última de una civilización que necesitaba creer que el amor redime.

Pero el amor no redime. Solo nos sujeta el tiempo suficiente como para criar juntos a otro ejemplar de la especie, y luego, si queda energía, nos permite seguir anhelando lo que ya no existe.

El siglo XX, con sus guerras, sus laboratorios y sus psicoanálisis, desnudó el artificio.

Freud diría que todo deseo es repetición de una falta infantil; Simone de Beauvoir que el amor es esclavitud femenina; Schopenhauer que es la voluntad de vivir disfrazada de belleza.

Y sin embargo, el siglo XXI ha ido aún más lejos: ha vaciado el amor de toda pretensión simbólica y lo ha puesto al servicio del mercado.

Bauman (2003) lo llamó “amor líquido”, pero podría haberse llamado “amor envasado”.

Han (2012) lo percibe como un eros anestesiado, donde el otro no es alteridad sino espejo.

Las aplicaciones de citas, los algoritmos del deseo, las promesas efímeras de conexión digital, todo convierte al amor en un simulacro sin tiempo ni hondura.

No se busca amar: se busca ser elegido, recibir atención, sentirse validado.

Y sin embargo, incluso entre los que piensan con lucidez, el amor sigue doliendo cuando no llega.

Porque saber no impide sentir.

Porque la conciencia, que nació para comprender, también nació demasiado tarde como para desactivar el instinto.

Y aquí yace la tragedia: queremos racionalizar lo que nos posee desde adentro.

Quizás sea hora de dejar de idealizar. De comprender que no somos más que química que aprendió a narrarse a sí misma. Que el amor no es una meta ni un premio, sino una función emergente del cerebro mamífero revestida de símbolos para organizar sociedades.

Como sugiere Diamond (1991), si queremos entender por qué amamos como amamos, debemos mirar al chimpancé antes que al poeta.

Pero si ya hemos desmontado el amor romántico, si la posmodernidad lo ha desintegrado en likes y perfiles, ¿qué queda?

Quizás —y este es el punto de inflexión— sea momento de volver a los instintos, pero no para celebrarlos, sino para repensarlos.

La semantización del amor nos permitió sobrevivir como especie compleja. Hoy, esa semántica está obsoleta.

Y lo que se necesita no es volver al pasado romántico, sino diseñar una nueva ética del eros: no idealista, sino pragmática. No salvadora, sino humana.

Amar, entonces, podría no ser una revelación divina, sino un arte humilde: el arte de convivir con nuestras reacciones químicas sin idolatrarlas. El arte de ofrecer afecto sin pedir redención. El arte de nombrar el deseo sin convertirlo en trampa.


Referencias

Bauman, Z. (2003). Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos. Fondo de Cultura Económica.

Dawkins, R. (1976). The Selfish Gene. Oxford University Press.

Diamond, J. (1991). The Third Chimpanzee: The Evolution and Future of the Human Animal. HarperCollins.

Fisher, H. (2004). Why We Love: The Nature and Chemistry of Romantic Love. Henry Holt and Company.

Han, B.-C. (2012). La agonía del eros. Herder.

Monod, J. (1970). Le hasard et la nécessité. Seuil.

Schopenhauer, A. (2006). El mundo como voluntad y representación (Vol. I). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1818).

domingo, 1 de junio de 2025

Hacia una Ética de la Tragedia: Materialismo Crítico, Dolor y Sentido en la Experiencia Humana

 

En la era postmetafísica, donde los grandes relatos han colapsado y la religión ha perdido su hegemonía explicativa, el ser humano se enfrenta a la necesidad de replantear su condición. La experiencia humana, al mismo tiempo que sublime en su capacidad de raciocinio y empatía, se revela también como un accidente biológico, un emergente de procesos evolutivos ciegos e indiferentes. Desde una perspectiva de materialismo crítico existencial, este trabajo busca explorar la tensión entre determinismo biológico y libertad subjetiva, sufrimiento y semántica, tragedia y redención, en busca de una ética no basada en la prohibición, sino en la comprensión.

1. Emergencia y caos: entre la ley de Murphy y la improbabilidad de la conciencia

La Ley de Murphy, frecuentemente citada con tono irónico, establece que "todo lo que pueda salir mal, saldrá mal". Esta formulación, llevada al plano de los sistemas complejos, resuena con la teoría del caos y los atractores extraños (Gleick, 1987). La vida, en su emergencia, no responde a una intencionalidad ni a un telos, sino al despliegue de condiciones iniciales extremadamente improbables dentro de un cosmos regido por el azar y la selección natural (Monod, 1970; Dawkins, 1976).

El surgimiento de la conciencia humana puede entenderse como una propiedad emergente de la organización neural altamente compleja del córtex cerebral (Tononi, 2012). No hubo milagro ni plan, sino acumulación evolutiva de procesos adaptativos que, por un accidente bioquímico y epigenético, derivaron en la reflexividad consciente. La existencia humana es, por tanto, una eventualidad improbable, y no un acto de voluntad divina.

2. La naturaleza no busca sentido: sufrimiento, selección y tragedia

En el plano biológico, la vida se sostiene a través de una paradoja: debe destruirse para seguir existiendo. La cadena trófica, la depredación y la competencia intraespecífica no son defectos del sistema, sino su fundamento (Margulis & Sagan, 1995). La selección natural no promueve la felicidad, sino la eficacia reproductiva (Dawkins, 1976).

Sin embargo, el ser humano, a diferencia del resto de los organismos, ha desarrollado una conciencia de su propia finitud. Esto lo convierte en el único animal que sufre simbólicamente, que transforma el dolor en tragedia y el miedo en narración. En palabras de Becker (1973), el hombre es el único ser vivo que sabe que va a morir, y esa consciencia lo empuja a crear sistemas simbólicos para negar dicha finitud.

3. El problema del sentido: semántica, lenguaje y la invención del yo

En un universo sin diseño, la necesidad de sentido es una elaboración humana. El lenguaje, como sistema de codificación simbólica, ha permitido no solo la comunicación, sino también la ficcionalización del yo (Dennett, 1991). Creamos narrativas para ordenar el caos, para domesticar el absurdo. La semántica no existe en la naturaleza: es una tecnología mental emergida para interpretar el sufrimiento (Harari, 2015).

En ese contexto, el ser humano no es ni un dios ni un simio rabioso, sino una forma de vida vulnerable, limitada y contingente, tratando de navegar el inmenso océano del sufrimiento sensible y simbólico. Esa navegación, lejos de gloriosa, suele estar marcada por la angustia, la frustración y la inadecuación estructural a su entorno.

4. Redención sin juicio: hacia una ética no punitiva

Si, como sostiene Sartre (1946), "somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros", y si lo que nos hizo fue un proceso evolutivo ciego, ¿puede hablarse de culpa o responsabilidad ontológica? El sufrimiento humano no es consecuencia de una falta moral, sino de un exceso de conciencia. Por tanto, no puede fundarse una ética universal sobre la base del castigo o la interdicción, sino sobre la compasión informada.

Una ética lúcida —desprovista de premisas metafísicas, pero sensible a la condición humana— debe nutrirse de humildad epistemológica, de una mirada no arrogante sobre lo humano. Debe sustituir el juicio por la comprensión, y el deber por la responsabilidad compartida. La tragedia no es lo malo. Lo malo es fetichizar la tragedia, estetizar el dolor, y cargar de valor moral a lo que es, en su fondo, una condición natural.

Conclusión

No hay sentido alguno inscrito en los átomos del cosmos. No hay justicia, ni finalidad, ni destino. Pero eso no significa que no podamos construir una forma de estar en el mundo que respete el dolor del otro, que honre la fragilidad y que abandone el juicio. Si la tragedia es inevitable, la compasión podría ser nuestra forma de redención. No desde el dogma ni desde la esperanza, sino desde la lucidez.

Referencias

Becker, E. (1973). The Denial of Death. Free Press.

Dawkins, R. (1976). The Selfish Gene. Oxford University Press.

Dennett, D. (1991). Consciousness Explained. Little, Brown.

Gleick, J. (1987). Chaos: Making a New Science. Viking.

Harari, Y. N. (2015). Sapiens: A Brief History of Humankind. Harper.

Margulis, L., & Sagan, D. (1995). What is Life?. University of California Press.

Monod, J. (1970). Le Hasard et la Nécessité. Éditions du Seuil.

Sartre, J. P. (1946). L'existentialisme est un humanisme. Nagel.

Tononi, G. (2012). Phi: A Voyage from the Brain to the Soul. Pantheon.

viernes, 30 de mayo de 2025

El error metafísico: una crítica desde el materialismo crítico existencial

 


Como alguien que ha vivido y sobrevivido en el pensamiento mágico, y haberlo superado pagando el alto costo que eso significa, algunas cosas aprendí sobre el fondo de la metafísica. Creo que es el momento de ir aclarando las cosas y trataré de manejar este asunto con rigor académico. Si alguien tiene argumentos para discrepar sobre esta reflexión, puede expresarse con el mismo rigor académico y tendremos un buen debate. Caso contrario... ya saben. Vamos allá.

“La ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia”. Bajo esa premisa, toda clase de interpretación mística o metafísica de la realidad ha intentado justificarse como verdadera. Dioses, almas, fantasmas, energías, planos trascendentales o la vida después de la muerte han sido elementos simbólicos fundamentales en el modo en que el ser humano ha lidiado con su entorno desde tiempos ancestrales. En efecto, desde el Paleolítico, el pensamiento mágico ofreció una narrativa cohesionadora para enfrentar la incertidumbre y el sufrimiento, especialmente en una existencia corta, violenta y marcada por la ignorancia. Estas construcciones cumplían funciones adaptativas, psicológicas y sociales; pero que hayan sido útiles no implica que hayan sido verdaderas.

La mente humana evolucionó con una propensión a detectar patrones incluso donde no los hay, y a atribuir intencionalidad a los fenómenos naturales, como mecanismo de supervivencia. Pascal Boyer (2001) y Justin Barrett (2004) argumentan que esta tendencia cognitiva, conocida como HADD (Hyperactive Agency Detection Device), hizo que los humanos vieran voluntad e intención incluso en el trueno, el fuego o la enfermedad. Desde una perspectiva evolutiva, resultaba preferible asumir que algo desconocido tenía agencia (por ejemplo, un depredador oculto) a correr el riesgo de ignorarlo. Así, el pensamiento mágico fue una forma primitiva de heurística cognitiva.

Este patrón persiste en la mente moderna. Michael Shermer (2011), en The Believing Brain, sostiene que los humanos primero creen por motivos emocionales o intuitivos, y luego construyen explicaciones racionales para justificar esas creencias. La tendencia a vincular causalmente eventos sin fundamento lógico –lo que él denomina patternicity– es inherente a nuestra arquitectura cerebral. No obstante, el desarrollo del pensamiento científico ha permitido separar progresivamente las explicaciones naturalistas de las sobrenaturales, empujando a estas últimas fuera del dominio de lo explicable.

En este marco, el principio de parsimonia o navaja de Ockham cobra relevancia. Según esta regla metodológica, no se deben multiplicar las entidades sin necesidad. Las explicaciones que presuponen la existencia de agentes invisibles, inteligencias superiores o propósitos trascendentales violan este principio al introducir causas innecesarias. Carl Sagan (1997) resume esta exigencia con precisión: “Afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias”. En la misma línea, Bertrand Russell ilustra la irracionalidad de exigir evidencia para negar lo indemostrable mediante su analogía de la tetera: no corresponde demostrar la inexistencia de una tetera invisible girando alrededor del Sol, sino que quien la postula debe probar su existencia.

Desde la neurociencia, Antonio Damasio (1994) refuta las bases dualistas de la filosofía cartesiana. En El error de Descartes, argumenta que la conciencia, las emociones y la identidad personal son funciones del cerebro encarnado, no de un alma inmaterial. Esta evidencia refuerza la tesis materialista según la cual lo que consideramos mente o espíritu no es sino una serie de procesos bioquímicos complejos. A su vez, Jacques Monod (1970) en El azar y la necesidad niega toda finalidad intrínseca en la naturaleza, describiendo al ser humano como producto ciego de mutaciones genéticas y selección natural. Según Monod, “el hombre al fin sabe que está solo en la inmensidad indiferente del universo”, y de ello deriva una ética del conocimiento basada en la lucidez y no en la esperanza.

La afirmación frecuentemente citada –“la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia”– solo tiene validez cuando se refiere a realidades cuya detección podría estar limitada por la tecnología o el acceso empírico. Pero no es válida cuando se aplica a afirmaciones que deberían dejar huellas observables si fueran ciertas. Como argumenta Victor Stenger (2007) en God: The Failed Hypothesis, si la existencia de un dios o agente sobrenatural tuviese efectos verificables en la realidad (curaciones milagrosas, intervención directa, manifestaciones físicas), estos deberían poder medirse. En su ausencia sistemática, la hipótesis no solo es innecesaria, sino que puede ser descartada por inverificable.

Desde esta perspectiva, el materialismo crítico existencial sostiene que el error metafísico consiste en mantener como válidas interpretaciones heredadas que no resisten el escrutinio racional ni el contraste con la evidencia. La persistencia de lo metafísico se explica por su poder psicológico, no por su veracidad ontológica. La humanidad ha confundido por siglos el consuelo con el conocimiento, y ha sacrificado la comprensión del mundo real por narrativas que le otorgaban sentido. Pero en tiempos donde la neurociencia, la cosmología y la biología han desmitificado las bases de la existencia, insistir en hipótesis metafísicas equivale a sostener una superstición romántica: una forma de nostalgia ontológica.

No existe evidencia empírica replicable ni falsable de que haya una inteligencia superior que haya diseñado el mundo o que nuestra conciencia trascienda la muerte. Tampoco existe evidencia de alguna finalidad inherente en la estructura del cosmos. A lo sumo, hay relatos simbólicos que responden a la angustia humana frente al sufrimiento y a la muerte. Pero estos relatos no deben confundirse con explicaciones válidas del mundo. El materialismo crítico existencial parte de esta lucidez trágica: no hay propósito, no hay dirección, no hay plan. Hay azar, materia y conciencia emergente. Todo lo demás son ficciones necesarias, pero ficciones al fin, y es hora de asumirlas como tales.

 

Bibliografía

Barrett, J. L. (2004). Why Would Anyone Believe in God? AltaMira Press.

Boyer, P. (2001). Religion Explained: The Evolutionary Origins of Religious Thought. Basic Books.

Damasio, A. (1994). Descartes' Error: Emotion, Reason, and the Human Brain. Putnam.

Monod, J. (1970). El Azar y la Necesidad. Éditions du Seuil.

Russell, B. (1952). Is There a God? In Illustrated Magazine (publicación póstuma).

Sagan, C. (1997). The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark. Ballantine Books.

Shermer, M. (2011). The Believing Brain: From Ghosts and Gods to Politics and Conspiracies—How We Construct Beliefs and Reinforce Them as Truths. Times Books.

Stenger, V. J. (2007). God: The Failed Hypothesis—How Science Shows That God Does Not Exist. Prometheus Books.


jueves, 29 de mayo de 2025

Un mensaje en una botella arrojada al mar

 

Si dijese que finalmente terminó dándose un final obvio ante la crónica de una vida sesgada, estaría siendo muy indulgente con mis días pasados. Este espacio ha tenido muchos tintes y colores a lo largo de los años. Existe desde el 2008 y en ese tiempo, el Círculo de Amatista fue una cosa u otra. Hoy es, además de un empredimiento editorial, la botella que lanzo al mar con un mensaje que no busca lector alguno.

Ciertamente no espero ser leído y no por una voluntad kafkiana respecto al oficio de las letras, sino porque entendí el desajuste existente entre la posmodernidad presente, y la reflexión cruda. Y yo sé que en el pasado, este estuvo repleto de entradas conspiranoicas de OVNIS y Nazis, entre otras cosas aún más exóticas. Pero todo ello es un pasado del cual aprendí lo suficiente como para no volver a cometer los mismos errores. 

Lo cierto es que tengo plena consciencia y seguridad sobre mis días contados, voy a morir tarde o temprano y, fracamente, espero ese día con mucha ilusión. Cuando finalmente haya expirado de este mundo, nadie extrañará mi partida más allá de un velorio y un funeral. Y eso es realmente bueno, no quiero el luto de nadie. Pero quien se sorprenda de mi modo, día y lugar de muerte, será porque no me conocía lo suficiente. Anhelo la muerte, la deseo casi eróticamente, así como Thanos y Deadpool la desean. ¿O no? Qué carajos estoy diciendo. Solo quiero morir pronto, pero eso es un eufemismo de lujo para reducir el dolor de una lucidez filosófica terrible y siniestra. 

La verdad es que no tengo la verdad, solo tengo mi experiencia sentida, mis cognisciones y discernimientos. Y en medio de todo ello, mi deseo de dejar un mensaje que perdure al menos un poco más que mi corporalidad terrena. El día que ya no esté en este mundo, quizá los bisnietos de mis sobrinos visiten estos párrafos y entiendan porqué su tío abuelo había decidido morir con tanta determinación. Aunque ese día, el de mi abandono de la vida, a la fecha de publicar la presente entrada, aún no está tan próximo como desearía.

Sea como fuere, este será el testimonio de un sistema filosófico que he logrado hilvanar tras años del más inenarrable sufrimiento. Y a lo largo del tiempo y las entradas de blog que publique, iré explicando aquello que me llevó a decidir morir y cómo la realidad es reductible a factores lógicos que dan una sola posible conclusión: la existencia es una tragedia que dura solo mientras uno está vivo, en la muerte espera el descanso de la nada.

viernes, 3 de noviembre de 2017

El Libro de las Sombras (por Gaburah L. Michel)

Es innegable que el autor del “Libro de las Sombras” tiene una opinión antagónica de los Nacional-Socialistas Alemanes (Nazis), respecto a la que los hiperbóreos promedio suelen tener. Asimismo, el “Libro de las Sombras” puede hallarse en contradicción con ciertas estratagemas de la Gnosis Hiperbórea. Pero a pesar de estos ismos de forma, la obra de Ronald Rodríguez es mucho más que sombras y con una fuerte ascensión hiperbórea desde el mismo momento de reconocer la existencia de un Demiurgo, bastardo o no.

Este tomo de la “Hyperrealidad”, propuesta por Rodríguez, verte sobre la consciencia colectiva una serie de símbolos y sus significaciones dentro del mundo de la nada. Como una especie de analogía a las aristas y los ángulos en las runas vikingas, propuestas como la representación sígnica de la Lengua de los Pájaros. No nos hallamos frente una obra meramente literaria, sino ante un texto gnóstico en todas sus proporciones.

El relato nos abre las puertas a los eventos acontecidos a una serie de personajes entre los que destaca un adolescente, un policía boliviano, un militar Nacional-Socialista (Nazi), un empresario logiero; y la que es, en mi opinión, la más significativa representación sémica de la obra, una mujer con un auténtico registro multiverse de incontables vidas en diversos tiempos y espacios. En medio de esta orquesta de eventos, Rodríguez nos presenta a los guardianes de la sabiduría antigua y los seres que saltan entre universos para encontrarse con la fuente de la verdad última. La obra es una verdadera locura que pone al lector agudo al filo de su propia conciencia, y al lector lego, en el entredicho de la confusión.

Literariamente hablando, el “Libro de la Sombras” tiene no uno, sino múltiples ejes narrativos con arcos argumentales abruptos en medio de una larga metáfora expresionista con dejos abstractos. El que el autor emplee un lenguaje tan oblicuo con sentidos cifrados no es, de ninguna forma, un capricho barroco. No se puede hablar de gnosis sin profundizar en la semiología que la precede. Por lo mismo, la obra de Rodríguez nos presenta situaciones mundanas en un estilo brutal y siniestro. Tal como lo harían los expresionistas alemanes del siglo XX, el “Libro de la Sombras” no aspira imitar la realidad, no analiza causas ni hechos, sino que el autor busca la esencia de las cosas, mostrando su particular visión. La obra se adentra en la existencia humana poniendo de forma explícita su aspecto más terrible y descarnado, adentrándose en temáticas como la sexualidad, la enfermedad y la muerte; y enfatizando aspectos como lo siniestro, lo macabro, lo grotesco. Se siente un tono épico, exaltado, renunciando a la gramática clásica y a las relaciones sintácticas lógicas, con un lenguaje preciso, crudo, concentrado.
 
Me impresionó profundamente la similitud entre la obra de Ronald Rodríguez con la de los expresionistas Georg Büchner y Frank Wedekind. Pero allí subyace un elemento aún más abstracto puesto que el “Libro de las Sombras” tiene un profundo dejo a Frank Miller. En variados párrafos es inevitable evocar a “Sin City” cuando el policía protagonista de la obra realiza sus brutales masacres. El agente Mateo Bryce es como un Marv maquiavélico y excitado en medio de la Ciudad del Pecado. Otros parajes se sienten como Lovecraft mientras que en otros salta a la mente la mismísima Belicena Villca. Mientras Ximena, actriz y protagonista de la narración, va saltando entre universos, los antiguos se manifiestan desde inescrutables agujeros anamnésicos para hacer su emergencia en la esfera consiente.


Desde muchos ángulos, el “Libro de la Sombras” puede constituir una obra nutritiva, pero es requisito básico detentar una predisposición gnóstica para hallar la sustancia de la obra. Fue sustanciosa para mí, y estoy seguro que lo será también para otros.      

jueves, 2 de noviembre de 2017

La Puerta (por Gaburah L. Michel)

De Bosnia-Herzegovina a Japón, de Ruanda a Estados Unidos, de Bolivia hasta el mismísimo infierno; me fui dando cuenta, mientras leía “La Puerta” de Daniel Averanga, que la multitudinaria fauna de pesadillas que habita el planeta Tierra no se limita únicamente a la imaginación del ser humano, sino que esa espesura de maldad, dolor y martirio es tan palpable como nuestros propios cuerpos. Asumí entonces, por signos inefables, que Daniel decidió empezar su novela con ese toque turístico en cuyo paquete queda incluida la visita al museo de los fetiches más retorcidos de maníacos y psicópatas, para capturar a los incautos que hacemos turismo en el inframundo. Es de esa manera que empezó la novela, fue así como me capturó; viajando por las pesadillas de cada continente.

Lo que vino después tenía sabor a localía, a esa incidente paranoia hacia lo arcano, lo megalítico y ancestral. ¿Qué podría esperar uno al abrir una puerta? Existen miles de posibilidades, pero jamás alguien podría esperar que la muerte coexista dentro de la misma puerta, abyecta en su ser como un parásito purulento, totalmente ajena a los umbrales que la rodean. Y claro está, nada mejor que rememorar la niñez para recordar el porqué de todos los miedos. Entonces ahí estaban, un grupo de niños en un aula de una maldita escuela de Ciudad Satélite, rodeados de una maldad y corrupción como solo a Cthulhu podría ocurrírsele. Un asesino de apellido con dejo italiano, totalmente servil a la causa de la nigromancia. Adolescentes e infantes masacrados bruñendo las garras del demonio. Y un misterio, un gran misterio.

Cuando recuerdo los días de tétrica compañía que viví junto a “La Puerta”, no puedo evitar rememorar “El Descenso” de Jeff Long, o “La casa en el confín de la tierra” de Hope Hodson; lo digo porque cada una de estas obras es poseedora de una médula linfática en común: lo sobrenatural. Médula por que el hilo conductor siempre estriba en el enigma de lo atávico, y linfático por la inminente presencia del cuestionamiento a lo existente desde el ángulo de la muerte, eso en desmedro de la sangre dadora de vida. Es linfa, pura linfa; “La Puerta” es ese escalofrío atestado de macrófagos que terminarán, tarde o temprano, por coagularte el alma durante unos segundos. Entonces el misterio empieza a respirarte, a usarte como hematíes para alimentar su propia postura de sentido. Frente a ti está aquello que niegas ver de frente, estás ante la maldad, y entonces existe esa puerta endemoniada cuyo aspecto descuidado no inspira sospecha desde el inicio. Es así como la lectura sigue su curso y entonces, cuando menos lo esperas, resulta realmente complicado dejar de leer. No, no logras detenerte. No porque Daniel haya seguido meticulosamente una disciplina narrativa que siempre funciona. No es por el hecho de llegar al trasfondo de las muertes, las torturas y las masacres. No es por tratar de vislumbrar un desenlace que acabe con la pesadilla. Se trata de algo mucho más inmerso en lo paranormal.

Quizás “La Puerta” de Daniel Averanga sea un libro maldito. Es posible que los demonios
que fueron invocados en las páginas de esa obra se rehúsen a ser postergados a la imaginación del lector. No importa saberlo. Los cerdos-humanos de Hodson y los abisales de Long hacen uso y abuso del lector para trascender al mundo de los vivos; por eso mismo, siendo totalmente parapsicológico en esto, podría jurar que el demonio que habita en “La Puerta” hará algo muy similar con sus lectores. Es un riesgo realmente seductor, muy seductor. Recordaré eso, como aprendiz de escritor, cuando me toque dejar “mala leche” en aquellos que compartan mis pesadillas. El resto se lo dejo a Daniel, después de todo él es el experto en terror, masacres, muertes, sufrimiento, demonología y otras oscuridades.